Venecia, 3 de septiembre, PL, para RIA Novosti. A los 94 años, el realizador italiano Mario Monicelli regresó a Venecia envuelto aún en el resplandor del León de Oro ganado aquí hace 50 años con La gran guerra.
Trajo consigo la copia restaurada de ese filme memorable, exhibido en una plaza veneciana para un público común sin más pertrechos que el libre juego de sus emociones, la capacidad de asombro para conectarse, desde una mirada virgen, con lo acontecido en pantalla.
A Monicelli le complació en extremo que ese, y no otro, fuera el escenario escogido para la proyección de su película; que ese y no otro fuera el público.
Artista, al fin, solo le interesaba comprobar si la obra creada conservaba intacta su frescura, si podía aún conmover, entablar un diálogo de tu a tu con el ciudadano de a pie, en el que tuvieran cabida el humor y el pálpito de las sensaciones.
A su edad, como a cualquier otra, pero sobre todo a esa, cuando se mira desde la distancia el pasado, lo que inquieta es saber si, más alla del tiempo transcurrido, se ha logrado calar en lo esencial humano, al margen de los cambios inevitables en la sensibilidad de las épocas y generaciones.
Ha vivido demasiado, en la doble vida de la realidad y el cine, como para que le importen el brillo de los festivales, los halagos de la crítica, los trajes de etiqueta y el envaramiento de una gala en el Palacio de la isla de Lido.
Con una trayectoria en la que destellan clásicos de la comedia italiana como Los desconocidos de siempre, Un burgués pequeño pequeño o La armada Brancaleone, Monicelli vino a Venecia, además, a anunciar que ya no hará más cine.
Ya yo hice lo mio, dijo, y hay un relevo de jóvenes directores a los que no pienso quitarles el trabajo.
Monicelli se despide en Venecia, sin una sombra de tristeza. Ya tiene su lugar en el olimpo fílmico. Puede irse tranquilo.
