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1941, AÑO DE LA VERDAD

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Por Valentín Falin, Doctor en Historia, para RIA Novosti. Moscú, 22 de junio, RIA Novosti. Continuando la serie de publicaciones que desvelan los secretos de la II Guerra Mundial, RIA Novosti recoge hoy los sucesos que precedieron al 22 de junio de 1941, fecha en que la Alemania nazi realizó su pérfido ataque contra la Unión Soviética.

Por Valentín Falin, Doctor en Historia, para RIA Novosti. Moscú, 22 de junio, RIA Novosti. Continuando la serie de publicaciones que desvelan los secretos de la II Guerra Mundial, RIA Novosti recoge hoy los sucesos que precedieron al 22 de junio de 1941, fecha en que la Alemania nazi realizó su pérfido ataque contra la Unión Soviética.

 

El 22 de junio de 1941 es, sin lugar a dudas, la fecha más lúgubre en el pasado reciente de Rusia pero, si hurgamos a fondo para limpiar el contenido de tonterías, escoria propagandística y calumnias de toda laya, habrá que reconocer que también ha sido un día crucial para la historia universal.

La invasión alemana contra la URSS era más que una página de turno en el inventario de las guerras que habían azotado a la humanidad a lo largo de siglos. Y era más que una guerra en el sentido clásico porque el agresor descartaba de entrada todas las formalidades, convenciones internacionales y leyes consuetudinarias. Instruyendo a sus hordas, Hitler pedía dejar a un lado los escrúpulos, no tener piedad hacia niños ni ancianos, limpiar de ‘subhombres' el espacio vital para la ‘raza aria'. Y esos ‘superhombres' malévolos decidieron erradicar a los pueblos eslavos, como queriendo eclipsar en escala, vileza y sofisticación todos los crímenes que se habían perpetrado en la Tierra hasta entonces.

La cadena de muerte debía absorber a cien millones de personas y no se habría parado, si a esas bestias no se les hubieran opuesto los soldados y trabajadores de la retaguardia soviéticos cuya voluntad se fue forjando en la lucha contra el enemigo. No deja de sorprenderme que los alemanes - bonzos nazis de todos los rangos, altos oficiales, soldados, policías o ciudadanos de la calle - se hicieran tan pocas veces una pregunta elemental: ¿Qué sucedería si esa guerra sin reglas ni baremos morales, en la cual actuaban como asesinos, violadores y merodeadores, acabase entrando en sus hogares? La Fortuna es una señora caprichosa, y uno no puede reivindicar derechos que deniega a los demás. Algún día, la embriaguez pasaría ¿y entonces qué?

La guerra contra la URSS tampoco tenía precedentes en cuanto a la magnitud de recursos destinados para aplastar al adversario con un primer ataque masivo. Para ser exactos, el agresor desplegó una fuerza de más de cinco millones de efectivos. Y Alemania no estaba sola: se apoyaba en el potencial de la Europa Central y del Oeste, ya conquistadas. Junto con las unidades de la Wehrmacht, irrumpieron en el territorio ruso las tropas italianas, húngaras, rumanas, finlandesas, españolas, eslovacas y croatas. ¿Quién ayudaba a la URSS, aparte de los guerrilleros yugoslavos y Mongolia, a defenderse en verano y otoño de 1941? Habría que mirarlo con mayor detenimiento.

En los primeros meses que siguieron al ataque, cuando en el aire se respiraba una sensación de catástrofe, los rusos se preguntaban lógicamente cómo era posible que la agresión les pillara tan poco preparados - en plano mental, político y de organización - para esa vuelta radical de la vida. ¿Por qué Stalin no había reaccionado de forma pertinente a los reportes secretos que venían informando a los dirigentes del país, con precisión puntual, sobre los planes del ataque alemán y el despliegue de las fuerzas invasoras en zonas fronterizas, desde el Mar de Barents hasta el Mar Negro? ¿Era únicamente por la escasa capacidad combativa del Ejército Rojo o el dictador, aun teniendo esa oportunidad singular de ver cuanto pasaba en la trastienda, quería aprovechar los puntos débiles de su adversario y engañar nuevamente a la Fortuna?

Winston Churchill, en su extenso libro sobre la II Guerra Mundial, dedica una sección aparte a los acontecimientos relacionados con la marcha nazi hacia el Este. La titula ‘Los Soviets y Némesis', una alusión maligna a que el escarmiento es acorde a los pecados. Con todo, el premier británico prefiere omitir en esa narración los detalles de su comportamiento frenético en 1918-1922, cuando pretendía fragmentar a Rusia en varias zonas de influencia y más tarde, tras el fracaso de la intervención imperialista, sugería formar en torno a ella un círculo de ‘países que sientan odio visceral hacia los bolcheviques'. Finalmente apareció el endemoniado necesario pero las reverencias y el flirteo surtieron poco efecto: volviéndose incontrolable, el loco se lanzó a una destrucción total. A diestro igual que a siniestro.

Las penosas derrotas y enormes bajas que la URSS sufrió en verano y otoño de 1941 se atribuyen con plena razón a una serie de errores obvios cometidos por los dirigentes políticos - en primer término, Stalin en persona - y a la mentalidad estereotipada de la cúpula castrense, sobreviviente de la bacanal de represalias de 1937-1940. Negarlo significa no pensar en el futuro y traicionar la memoria de las víctimas de arbitrariedades estalinistas.

Una guerra que por poco se pierde, igual que los acontecimientos posteriores - colapso de la Unión Soviética, intereses vitales de la nación tirados por la ventana, escamoteo de riquezas forjadas por el trabajo de varias generaciones - demuestran lo pernicioso que es sustituir el poder del pueblo por una ‘autocracia de origen divino' o los mandamientos del ‘partido gobernante'.

Ahora bien, nunca daremos con la verdad, si nos obstinamos en buscar chivos expiatorios en el rebaño propio. Con los ojos cerrados, sólo haríamos el juego a Occidente que por algo incentiva nuestro autocanibalismo a la hora de interpretar las causas y los efectos de las catástrofes ocurridas en el siglo XX. Le conviene que sigamos denigrando a sí mismos porque así justificamos a los que escribían las partituras políticas de aquella época y ponían arreglos a su interpretación.

El tiempo no puede con la verdad - hay que aceptarlo con ciertas salvedades - así que los investigadores tendrán algún día acceso a los fondos más secretos de archivos británicos y estadounidenses, custodiados con más celo que lingotes de oro en Fort Nox. A granos, ya podemos restablecer un cuadro fehaciente del siglo XX, sin temor de que algunos datos nos obliguen a revisar muchos de los conceptos habituales y destronar a los ídolos que todavía permanecen en el pedestal.

Al fragmentar la historia en capítulos, los políticos y sus epígonos científicos rompen por conveniencia el hilo del tiempo, fingiendo ignorar y procurando que todos los demás también ignoren una cosa: cualquier inicio es continuación o negación de algo pasado. ¿Qué es lo que fue, por ejemplo, la Primera Guerra Mundial para Inglaterra? Una continuación de la Guerra de Crimea contra Rusia. Churchill dejó constancia del hecho en su conversación con el nieto de Otto von Bismarck. ¿Cuál fue el móvil de EE.UU. en la Primera Guerra Mundial? La construcción de la Pax Americana.

Y aunque la evolución de los acontecimientos se desvió de la órbita prevista, ello no significa que Londres, Washington, Tokio y otros centros del poder sometieran a revisión radical las respectivas doctrinas y planes. ¿Cuál era el eje de su política y el elemento aglutinador para los regímenes que se definían como democracias y aquellos que, sin ambages, rechazaban todo maquillaje democrático? No fueron las discrepancias ideológicas sino un conflicto de intereses nacionales lo que, a la larga, colocó a ellos en polos opuestos. Mientras se respetaba la distribución de las zonas de influencia, no les costaba mucho trabajo entenderse - las más de las veces, sin doblegar la voluntad propia pero doblegando en algunas ocasiones a los demás - sobre un terreno bien abonado: la rusofobia. Y a nadie debería confundir el hecho de que la rusofobia fuera rebautizada como anticomunismo a raíz de octubre de 1917.

Si Rusia se hubiese parado en la revolución burguesa de febrero de 1917 ¿la habría aceptado Occidente con los brazos abiertos? En caso de que el Gobierno postzarista hubiera seguido suministrando puntualmente la carne de cañón, habría tal vez menos pretendientes para inmiscuirse en los asuntos internos de Rusia. El presidente de EE.UU. Woodrow Wilson estaba barajando incluso la posibilidad de reconocer a los Soviets como Gobierno legítimo, siempre y cuando Rusia renunciase a la firma del tratado de paz con Alemania en Brest-Litovsk. Los historiadores siguen sin entender hasta la fecha, si pensaba hacerlo para mantener a Rusia en calidad de aliada o para meter cuña entre los bolcheviques y sus oponentes del Partido Social-Revolucionario.

Con Londres y Tokio el asunto estaba más claro: el ocaso del régimen zarista y el caos subsiguiente les presentaba la oportunidad de quitarle a Rusia su anterior grandeza, y es completamente lógico que asumieran la función de instigadores de la guerra civil y las intervenciones armadas, sin que el apoyo al Movimiento Blanco fuese un fin en sí.

Cuando fracasaron esos primeros intentos de meter a raya a los Soviets, se procedió a un asedio prolongado. Había convicción de que el aislamiento no dejaría a Rusia levantarse de las ruinas, recuperar el ánimo y defender sus intereses y su honor en medio de los estragos causados por la Primera Guerra Mundial, las perturbaciones internas y el éxodo de centenares de miles de ciudadanos de la edad más activa. Pero los políticos proponen y Dios dispone. La vida estaba siguiendo un guión muy distinto al que habían ideado las llamadas democracias y sus aliados.

En 1931 Japón agredió a China y ocupó Manchuria. Henry L. Stimson, secretario de Estado en la Administración de Hoover y responsable del departamento militar en la época de Roosevelt, tenía toda la razón al calificar ese ataque como inicio de la Segunda Guerra Mundial. Preguntémonos por qué EE.UU. prefirió el papel de observador e Inglaterra se opuso a las sanciones contra Tokio cuya actuación fue calificada por la Liga de Naciones como un acto de agresión. ¿A qué se debía esa actitud condescendiente con respecto a un país agresor? ¿Será que estuvieran al tanto del Plan Tanaka, el cual interpretaba la conquista de Manchuria y del norte de China como premisa para extender el control a Siberia y al Lejano Oriente de Rusia?

Una respuesta a esas interrogantes se encuentra, en particular, en el acuerdo Arita-Craigie logrado en 1939. Los ingleses dieron luz verde a la expansión nipona cerrando ese pacto en pleno fragor de los combates de Khalkin-Gol, en los cuales participaban decenas de miles de efectivos del Ejército Rojo y del Ejército Kwantung. En aquellas fechas, Tokio procuraba convencer a Berlín de que declarase la guerra a la Unión Soviética en caso de un conflicto entre esta última y Japón. Y en Alemania - cosa que Londres también sabía - se estaban desarrollando a toda marcha los preparativos para invadir Polonia. Son datos que dejan bastante que pensar pero todavía hay muchos más, si volvemos a Europa.

No es mi propósito analizar quiénes ni cómo llevaron a Hitler hacia el poder en enero de 1933. El término ‘fuerzas reaccionarias' es lo suficientemente amplio para expresar el quid del asunto. Seis semanas más tarde, los ingleses obsequian al caudillo nazi con un regalo, a través de Mussolini: es el anteproyecto que contempla formar un cuarteto europeo - Inglaterra, Francia, Alemania e Italia - para decidir sobre los asuntos europeos sin tomar en cuenta los intereses de otras partes, especialmente, los de la Unión Soviética. Esa idea nunca se hizo realidad debido al rechazo por parte de la Asamblea Nacional de Francia pero el percance, en lo general, afectó poco a la evolución de los acontecimientos.

El sistema acordado en Versailles se hacía añicos. Alemania se sacudió las últimas restricciones militares como caspa sobre los hombros. Los garantes de Versailles no rechistaron y hasta le ofrecieron recompensa lujosa: sacrifico de la República Española, anexión de Austria y reparto de Checoslovaquia. ¿A qué se debía tanta tolerancia y tanta generosidad, impropia de las democracias? El canciller británico, Lord Halifax, daría una explicación clarísima en su encuentro con Hitler: a las potencias occidentales les parece bien lo que el régimen nazi hizo con los comunistas en Alemania, de modo que Hitler podría contar con un grado más amplio de comprensión y benevolencia por parte suya, si decidiera aplastar como apisonadora a los herejes, especialmente en la Europa del Este.

A día de hoy, podemos dar por seguro que las iniciativas formuladas en aquel entonces por la Unión Soviética - creación de un sistema de seguridad colectiva y resistencia conjunta a la expansión nazi - resultaban absolutamente inviables en Europa. A las democracias les interesaba un plan diferente: conseguir que el empuje de Alemania, dominada por Hitler y sus secuaces, se canalizara hacia un conflicto armado con la URSS. Pero sufrieron un traspié con lo de Polonia. Londres y París incluso le declararon a Berlín la guerra, que se conoce en la historia bajo el nombre de ‘guerra rara'.

Las democracias fingían estar peleando pero, en realidad, se mantenían a la expectativa. ¿Qué es lo que esperaban? ¿Qué pretendía Washington de los alemanes, los británicos y los franceses en febrero y marzo de 1940? Si quitamos palabrería huera, EE.UU. quería que los torpes europeos se metieran entre ceja y ceja una cosa: era necesario poner fin a las querellas recíprocas y pasar a lo importante, es decir, aplastar entre todos a Rusia.

La historia volvía lo de siempre. Poco a poco, zigzagueando. De Moscú también dependían algunas cosas pero el vector general de Occidente se mantenía inalterable: no hay cabida para la Unión Soviética bajo el mismo sol que alumbra a las democracias.

Se me podrá objetar que Londres y Washington advirtieron a Moscú, en primavera de 1941, sobre los preparativos de la invasión alemana. Es verdad. Pero el dictador ruso, Stalin, sabía exactamente el por qué Inglaterra - insegura, hasta las primeras fechas de junio, de que Alemania se animase en realidad a invadir las fronteras de la URSS - le recomendaba con tanta insistencia lanzar un ataque preventivo contra la Wehrmacht, aunque fuera con el pretexto de prestar asistencia a Yugoslavia cuyo territorio era apisonado por tanques alemanes en aquel momento. Stalin comprendía que hacerlo en primavera de 1941 equivalía a un suicidio, y que sería mucho más complicado para Moscú, si hiciera el primer disparo, entablar luego la cooperación con Estados Unidos.

Según algunos datos, los alemanes no descartaban que a los líderes soviéticos les fallaran los nervios y que Moscú acabara por darle a Berlín un buen argumento, de que la Operación Barbarroja tenía como objetivo defenderse de una agresión desde el Este. Ya me gustaría conocer qué mensajes volaban en aquellas semanas de Berlín a Washington.

No entra en mis planes denigrar a EE.UU. o a Inglaterra. Más aún: tanto Washington como Londres simplemente tenían la obligación de barajar en aquel entonces todas las opciones posibles porque su propio futuro estaba en juego. Ahora bien, puestos a cotejar los hechos y analizar los documentos de origen británico o norteamericano, tampoco podemos aceptar así no más la interpretación occidental de la historia moderna, pues separa a todos los protagonistas en dos categorías: los ‘píos' (cuantos se definen como democracias) y los ‘impíos' (todos los demás). Lo que se pretende es presentar a los ‘píos' como meros registradores de acontecimientos que son consecuencia de un conflicto entre las fuerzas al margen de su control. Una modestia improcedente y que no favorece a las democracias en el contexto del drama que se iniciaba el 22 de junio de 1941.

Era la espada de Damocles pendiendo sobre la Unión Soviética. El general George C. Marshall, principal asesor militar de Roosevelt, escribiría en diciembre de 1945 lo siguiente: ‘En aquellas fechas, Alemania y Japón estaban a punto de conquistar el dominio mundial y todavía no acabamos de entender cuán frágil era el hilo del que dependía la suerte de las Naciones Unidas. Deberíamos admitir, para ser justos, que no nos honra el papel desempeñado en aquellos días para la prevención de la catástrofe'. El general se refiere al período de 1941-1942. Es una confesión muy fuerte, y hecha en un momento en que todavía no estaba de moda ponerlo todo patas arriba.

La opinión mayoritaria en Washington y en Londres era que la URSS estaba condenada. Laurence A. Steinhardt, embajador norteamericano en Moscú, decía que la agonía rusa iba a terminar en cuestión de una semana. El ministro de guerra reportaba al presidente de EE.UU. que los nazis acabarían con la URSS en un plazo de entre cuatro semanas, como mínimo, y tres meses, como máximo. Los augures británicos hacían predicciones similares.

Su postulado siguiente es: el respaldo de Roosevelt. a Inglaterra se ha justificado porque los nazis ‘han girado hacia la izquierda'. Otra tesis occidental reza: Cuanto más se hundan los alemanes en el pantano ruso (versión americana), y cuanto más se adentren hacia el interior de Rusia (versión inglesa), mejor'.

De ahí, la conclusión de que el ataque alemán contra la URSS es providencia divina y hay que aprovecharla al máximo para reforzar la defensa del hemisferio occidental.

Los británicos estaban pensando en la mejor manera de habilitar su red de fortificaciones en el Oriente Próximo y Medio mientras los nazis pelearan con la URSS. Nadie se planteaba la posibilidad de prestarle a Rusia la ayuda real. Londres sugería ‘alentarla a Rusia' hacia la resistencia con gestos políticos, del efecto psicológicos similar al de un apretón de manos. La Casa Blanca se mantenía a la espera, prefiriendo dejar en blanco las páginas del futuro.

Rusia se salvó porque pudo abortar el plan de Hitler que pretendía pulverizar, ya con los primeros ataques, al Ejército Rojo e impedirle al Estado soviético que compense las bajas en material bélico y efectivos. A EE.UU. e Inglaterra les preocupaba muy poco la eventual desaparición de Rusia del mapa político. La preservación del imperio británico se proclamaba como tarea prioritaria en documentos norteamericanos. Con respecto a Rusia, se sugiere en el mejor de los casos la necesidad de ‘mantener el frente actual'.

Un lector contemporáneo que tenga interés por la historia quedaría, probablemente, desconcertado por la lectura de la Carta Atlántica, firmada por Roosevelt y Churchill el 12 de agosto de 1941. ¿Cómo es posible que este documento - definición de algunos principios comunes, en los cuales EE.UU. e Inglaterra depositan las esperanzas de un futuro mejor para la humanidad, según el premier británico - no haga una sola mención de la agresión alemana contra la Unión Soviética, ni de la japonesa contra China? La Carta no manifiesta siquiera implícitamente los sentimientos de solidaridad con la lucha librada por los rusos y los chinos contra los agresores. A Moscú no le quedaba más que hacer conjeturas y preguntarse, si las democracias iban a cooperar (las relaciones, obviamente, no alcanzaban para ser aliados) o actuarían como ejecutores testamentarios.

Podríamos deducir la respuesta de lo que Hopkins, el asesor más cercano a Roosevelt, le comunicó a Stalin el 31 de julio de 1941: EE.UU. e Inglaterra no tienen la intención de proporcionarle a Rusia carros de combate, aviones o sistemas de defensa antiaérea hasta que las tres potencias pactaran una alianza firme en todos los ámbitos y se pusieran de acuerdo sobre los objetivos de esa guerra y sobre el orden mundial en el período posbélico. En un memo a Roosevelt, el emisario norteamericano añadió que la conferencia para acordar esa estrategia no debería celebrarse antes del 15 de octubre de 1941, o sea, cuando se hubiera aclarado la ubicación del Frente Este y su existencia como tal.

Es un testimonio de que la URSS estaba peleando sola en aquel momento crucial de la guerra. Mientras que Estados Unidos e Inglaterra desempeñaban un papel más simbólico que real en la tarea de prevenir la catástrofe global, esa que menciona Marshall.

¿Quién, entonces, ha salvado a la humanidad contra ese peligro? Para no coronarse a sí mismos con laureles, dejemos la palabra a Cordell Hull, ex secretario de Estado norteamericano. Sin ser un admirador de los Soviets, Hull reconoció, a la hora de resumir el balance de la Segunda Guerra Mundial, que el heroísmo del pueblo soviético había prevenido la firma de un vergonzoso tratado de paz separado entre EE.UU., Gran Bretaña y Alemania, el cual habría derivado en una reedición de la Guerra de los Treinta Años.

En 1941, la Unión Soviética logró la primera de sus victorias en la gran batalla contra las fuerzas del oscurantismo. La doctrina de la guerra relámpago, mediante la cual Alemania pretendía hacerse con el dominio global, fue un fracaso, y los nazis no tenían conceptos alternativos. Alemania carecía de recursos humanos, económicos y espirituales para conducir una guerra de posiciones prolongada.

Y una cosa más: si EE.UU. e Inglaterra hubieran cumplido su deber de aliados, la guerra en Europa y a escala mundial habría terminado probablemente en 1942 o 1943, a más tardar. Si no sucedió así, es por culpa de la política aplicada por las potencias occidentales. Después de la Batalla de Moscú, los ingleses procuraron atribuir a la guerra un carácter político por excelencia, y EE.UU. no se opuso a esa estrategia.

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