FIESTA DE AÑO NUEVO EN RUSIA

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Anatoly Koroliov, RIA Novosti. El principal adorno de la fiesta del Año Nuevo en Rusia es el abeto verde.

Anatoly Koroliov, RIA Novosti. El principal adorno de la fiesta del Año Nuevo en Rusia  es el abeto verde.

 

En el banquete se sirven sin falta hojuelas con caviar negro y rojo y champaña, y el huésped más esperado es el Papá Noel con su saco lleno de obsequios.

El pescado y el caviar  están en la mesa festiva de los rusos desde hace ya mil quinientos años, desde la época de Rusia Antigua, mientras que el abeto llegó al país relativamente hace poco, hace 200 años solamente, procedente de Alemania. La costumbre del árbol navideño fue introducida por la esposa del Emperador Nicolás Primero, Alexandra Fiodorovna. Ella era alemana de origen, y desde su infancia conocía la tradición de adornar la casa con ramas verdes.

Así los alemanes celebraban la Natividad de Jesucristo.

Las ramas verdes simbolizaban varios sucesos sacros, por ejemplo, la luz verde de la Estrella de Belén, que se encendió en la bóveda celeste  la hora del nacimiento de Cristo y los guió a los reyes magos que se dirigían a adorar al niño Jesús. Las ramas de abeto también les hacen recordar a los creyentes la recepción  que le fue dispensada a Jesucristo en Jerusalén, donde el pueblo  echaba hojas verdes de palmera  bajo los pies de la burra blanca sobre la que iba montando el Salvador.

La costumbre de ornar la casa con exuberante verdor llegó a Europa de los romanos que celebraban las saturnales embelleciendo la vivienda del patricio con guirnaldas de flores frescas.

En el apogeo del invierno europeo las flores eran un lujo, por lo que las rosas y los jacintos fueron sustituidos por  ramas verdes del muérdago, el enebro o el abeto.

En un comienzo eran ramas o diminutos abetos hechos de ramas , con los que los alemanes empezaron a ornar  sus mesas en vísperas de la Navidad y el Año Nuevo.

El abeto se percibía  como un detalle del banquete, como un aderezo estético de la comida.

Pues por vez primera la costumbre alemana llegó a Rusia junto con la Emperatriz Alexandra Fiodorovna, que se hizo esposa del Emperador Nicolás Primero en 1817. Los menudos abetos aparecieron en las mesas de banquete del Palacio de Invierno como recuerdo a Prusia, patria querida de la ex princesa Carlota.

En la familia real existía la costumbre de  hacer regalos unos a otros. Los obsequios se colocaban sobre una mesita que estaba debajo del abeto o se colgaban de sus punzantes ramas. Los regalos eran muchos, y dentro de un tiempo ya se necesitaron  árboles más grandes. Un día trajeron al palacio  un lindo abeto natural talado en el bosque, en el cual cupieron todos los regalos de la familia imperial.

No se sabe quién dispuso cambiar las frágiles ramas por el árbol, quizás el propio Emperador.

Entre la neblina de los ensueños alemanes en San Petersburgo nació la tradición de adornar el árbol navideño con brillantes estrellas, troneras, nueces revestidos de oropel y otra conmovedora bagatela.

O sea que en el palacio  apareció un abeto ataviado como una cortesana.

¡Era una hermosura!

 

Todo el mundo empezó a hablar extrañado del árbol que fue traído a la mansión del Emperador como si se tratara de una palmera, y a todos los cortesanos les vinieron las ganas de tener uno igual. Al cabo de un año la moda del abeto  se propagó, cual un incendio, por todo San Petersburgo, y de allí por toda Rusia.

Máxime que existía la tradición de dejar entrar en el Palacio de Invierno a cuantos deseaban compartir la cena navideña con el zar (pero no más de 4000 personas).

Miles de ojos pudieron contemplar los diminutos abetos de los hijos del zar y los dispuestos sobre las mesas de banquete, así como  el árbol gigante colocado en el centro del salón de bailes.

El abeto cautivó al instante los corazones de los rusos.

La razón de ello era la siguiente.

El misterio de su verdor perenne concordaba maravillosamente con el frío del invierno ruso y el mundo del alma eslava, que abrazó con entusiasmo la idea de convertir el rígido árbol en un tierno cautivo de la felicidad. No se debe olvidar que  los rusos nacieron como  un pueblo de pescadores y aradores en medio de un inmenso bosque tupido. Ese bosque ancestral llegó a formar parte de la mentalidad rusa  como un  ídolo pagano. Para ese bosque virgen, el cristianismo era una visión del edén, un sueño de la selva con un parque civilizado.

Es por eso que los rusos adoran tanto el abeto adornado. En Moscú prefieren adquirir un árbol natural, en vez del artificial, para sentir el olor de su pinocha.

Es de recodar que los rusos  celebran la Navidad no como en Europa, el 25 de diciembre, sino el 7 de enero, pero el Año Nuevo lo reciben junto con los europeos.

Esta última fiesta se enfoca, en primer lugar, como la de niños, por lo que en su celebración hay elementos del teatro infantil. Los niños y los adultos, cogidos de la mano,  dan vueltas en corro alrededor del Árbol del Año Nuevo y cantan: El abeto que en bosque nació...

Es la canción más popular del país.

Recuerdo su letra desde mi más tierna infancia.

La revolución prohibió los festejos alrededor del Árbol Navideño como un vestigio del pasado burgués. Por un decreto del Soviet de Comisarios del Pueblo, el 24 de enero de 1918 se introdujo el nuevo calendario, que tenía la diferencia de 13 días con el viejo.

Empezó una época tétrica para los niños y sus padres.

El día del Año Nuevo ya era uno laboral, había que acostarse temprano para ir a trabajar al día siguiente. Nada de regalos. Nada del Árbol del Año Nuevo, era imposible comprar abeto y peligroso cortarlo en el bosque.

El escritor Mijail Bulgakov fue el primero que se atrevió  a hacerles recordar a los moscovitas lo bello de la tradición navideña que había existido en la época  zarista.

En el segundo acto del legendario espectáculo "Días de los Turbin" el público veía en el escenario un  natural Árbol Navideño con velas ardiendo  y cintas de adorno, percibía el olor a cera y a pinocha.

Hubo espectadores que se desmayaban al contemplarlo.

Por disposición del director del teatro, a su entrada montaba guardia una ambulancia.

Me atrevo a suponer que precisamente al ver en el escenario el verde mágico de ese árbol y oír los sollozos del público, Stalin, quien, como es sabido, vio el espectáculo en 15 ocasiones, como mínimo, haya tomado la decisión de permitir que el abeto retornara a las casas de los soviéticos. La respectiva orden se dio del Kremlin el año del más atroz terror bolchevique.

El 10 de enero de 1937 el primer árbol soviético del Año Nuevo fue colocado en la Sala de las Columnas de la Casa de los Sindicatos. Su altura era de 15 metros. Un reportaje que fue tomado allí apareció en el noticiero "Unión Soviética". Y ya al año siguiente la iniciativa del Kremlin fue  seguida en todo el país, se encendieron centenares de árboles del Año Nuevo.

La guerra impidió la propagación de la bella tradición recuperada.

Un auténtico culto al Año Nuevo  surgió en la URSS cuando en 1947 el primero de enero fue declarado, por fin, día feriado, como en los buenos tiempos prerrevolucionarios.

El Año Nuevo llegó a ser la fiesta más querida por los rusos.

Junto con el Árbol del Año Nuevo  regresó la atmósfera de los bailes de máscaras, de juegos  artificiales, obsequios, tarjetas de felicitación y juguetes que adornan el abeto. Retornaron los dulces tan queridos por los niños: melindres en forma de una carita chistosa con ojos de pasas, gallos pirulíes... El abeto alemán llegó a ser el principal trofeo de la guerra ganada. En el corro del Año Nuevo se experimentaba aquella felicidad con que estaba soñando el pueblo soviético.

Hasta hoy día recuerdo  aquellos árboles del Año Nuevo, aquellos cucuruchos en que estaban bombones y un par de mandarinas como  la mayor felicidad de mi vida.

El abeto del Año Nuevo devino símbolo de la infancia para cada ser humano, y su olor y fulgor, una reserva de oro de  su alma.

El abeto es un Niño Jesús  sobre la nieve de su destino, es un verde Cordero de Dios cortado por el hacha romana y llevado al lugar del suplicio, a la cruz (el abeto se coloca sobre una cruz de madera). Pero se produce un milagro. Jesucristo crucificado se resucita  para la alegría de todo el mundo y sube a los cielos como nuestro Salvador. Así se ve  la crucifixión y la resurrección de Jesucristo en Rusia.

 

Tras el abeto, a la casa llega Papá Noel, los rusos lo llaman Abuelo Frío. Su vestimenta se parece a la de Santo Claus: abrigo forrado de pieles finas,  gorro con pompón, manoplas, él sujeta un báculo y lleva sobre sus espaldas un saco rojo lleno de obsequios. A diferencia del europeo, el Papá Noel ruso  anda en grandes botas de fieltro, que permiten aguantar los más grandes fríos.

La historia del surgimiento de ese personaje es muy enigmática.

Hace un centenar de año todavía él no existía. Por vez primera apareció en las tarjetas  navideñas a finales del siglo XIX.

Lo inventó un genio del "arte nuevo" en varios países a la vez. El nombre de ese genio es la nueva época.

En Alemania lo llamaron Ruprecht, o Abuelo de la Navidad; en Inglaterra, Santa Claus, o San Nicolás; en Francia, Padre Enero. Su aspecto era idéntico en todas las partes: un anciano alto y barbudo que lleva gorra y abrigo rojo de pieles e invariablemente sujeta un báculo.

El anciano  apareció raramente al mismo tiempo que la invención del cinematógrafo, los primeros aparatos aéreos y el descubrimiento de la radiactividad.

En Rusia no solamente empezaron a circular tarjetas con sus imágenes. El personaje con barbas hechas de estopa, la nariz roja y  su nieta, Blancanieves, aparecía en espectáculos de feria que se daban durante las carnestolendas. En su físico se reconocía la imagen de Morozko o Moroz (Frío), antiguo personaje de cuentos mágicos rusos. Del último retoque  en la creación de la legendaria imagen de Abuelo Frío sirvieron los cuentos navideños de aquella época, en que él viene no sólo para  congelar ríos, tender puentes de hielo y edificar palacios de nieve (como  el protagonista del poema "Moroz de nariz roja" de Nikolay Nekrasov), sino también con otra misión, la de  distribuir obsequios navideños entre los niños.

Esa imagen del feroz corsario de la nevasca apaciguado por el sermón cristiano llegó a ser el hallazgo más preciado de la nueva mitología de la fiesta del Ano Nuevo hacia comienzos del siglo XX.

O sea que en el abeto del Año Nuevo tenemos una interpretación festiva del arquetipo del sacrificio: el árbol verde se inmola en el altar del despiadado dios del tiempo, Cronos. Estamos presenciando la fiesta pagana, la de un don concedido por los Cielos en respuesta a las súplicas  y los sacrificios de los humanos.

Abuelo Frío distribuye obsequios entre los niños y, siguiendo una costumbre rusa, se siente a la mesa, aunque sea por un minuto. Le pueden ofrecer una copa de champaña o un chato de vodka, pero más a menudo, un vaso de té caliente con dulces.

Los dulces son la culminación de la fiesta. Se sirven rosada pasta de frutas, mermelada, bombones, bizcochos, cakes con pasas, empanadillas con jam, brazo de gitano, hojuelas con miel, galletas en forma de estrellas  y melindres de Tula.

Como punto culminante de ese festín de los golosos  se sirve una tarta encargada en una confitería especial. En su coronilla  aparece un abeto hecho de casca, y en el lugar de la nieve, crema batida.

La champaña se toma a la luz de Bengala, y la tarta se corta y se reparte a la luz de las velas.

Los rusos más extravagantes  reciben el Año Nuevo en sus casas de campo, donde siempre se encontrará un abeto natural en medio de la huerta nevada. Sobre el árbol ponen una guirnalda de farolillos, escuchan por la radio cuando empieza a tocar el carillón de la torre de San Salvador del Kremlin, y puesto que se está al aire libre y con frío se toma sólo vodka mordiendo pepino salado.

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