¿Un budismo de puños?

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Al comentar los recientes disturbios en el Tíbet, la mayoría de los observadores reaccionan a las cosas más evidentes: el número de muertos y heridos; los métodos, correctos o equivocados, que usó el Gobierno chino, y así por el estilo.

Al comentar los recientes disturbios en el Tíbet, la mayoría de los observadores reaccionan a las cosas más evidentes: el número de muertos y heridos; los métodos, correctos o equivocados, que usó el Gobierno chino, y así por el estilo.

Lo anterior presenta pocas complicaciones. Es obvio que no fueron los funcionarios chinos quienes organizaron el incendio de varias tiendas en un mercado de Lhasa, la capital de la región autónoma del Tíbet. Al contrario: el Gobierno central pretendía que el nuevo aniversario de la rebelión tibetana de 1959 contra el régimen comunista fuera conmemorado con la mayor discreción posible. Tampoco tiene sentido debatir cuál es la reacción más apropiada ante desórdenes callejeros. Cuando de la calle se apodera la muchedumbre, cualesquiera que sean sus motivos, el deber sagrado de todo régimen es atajar con los métodos más drásticos cuanto amenace a la vida y a la propiedad de la gente y frenar los disturbios. Habrá tiempo luego para deliberaciones. Los kirguises, por poner aquí un ejemplo, siguen sin perdonar a su primer presidente Askar Akáev, quien optó por renunciar al poder y abandonar la capital en medio de pogromos similares en Bishkek.

Lo que todavía suele pasar desapercibido en la cotidianeidad es un nuevo fenómeno de envergadura histórica y global, a saber, la aparición de un budismo agresivo o, por decirlo en términos más suaves, políticamente activo, por absurda que parezca esta combinación de palabras. La esencia del budismo consiste en no oponer resistencia al mal, escapar de la violencia y el sufrimiento, renunciar a ellos. Los monjes budistas prefieren no arar la tierra por miedo de perjudicar casualmente a alguna lombriz. Es gracias a este carácter que la doctrina ha cobrado hoy una popularidad extraordinaria fuera del mundo budista. Aparentemente, el budismo ha logrado evitar los errores históricos de la religión cristiana con sus hogueras de la Inquisición y su apología de guerras y conquistas. Tampoco tiene sectas extremistas, de ésas que hacen a mucha gente poner el signo de igualdad entre el Islam y el terrorismo. En resumidas cuentas, parecía hasta hace poco una religión ideal, la cual contribuía al mayor prestigio de la "civilización budista" existente en China, Japón, Tailandia y otros muchos países.

En los años 60 del siglo pasado estaba de moda entre los intelectuales soviéticos discutir, si un hombre del bien debe o no debe ser también un hombre de puños. La cuestión en sí es complicada pero un budismo de puños es algo inimaginable en principio. Dejaría de ser budismo.

Hace algunos meses vimos a monjes budistas en el epicentro de los choques callejeros en Myanmar y ahora podemos divisarlos en los acontecimientos que tuvieron lugar en Lhasa. El hecho merece atención, cuando menos, porque la mera hipótesis de que puede haber una corriente extremista en el budismo significaría un cambio inesperado y muy serio de carácter global.

Deberíamos hacer, por supuesto, muchas salvedades y dejar claro que la noción general del budismo es una cosa, y las peculiaridades, otra muy distinta. Si uno profundiza en la historia del Asia, podrá encontrar allí numerosos detalles interesantes, entre ellos, el amplio protagonismo político de líderes budistas en la corte de algunos emperadores chinos, en los siglos VII y VIII, y las campañas de persecuciones contra ellos en otros períodos. Otra particularidad consiste en que el lamaísmo tibetano no es más que una parte de la religión budista, lo mismo que los chiíes iraníes representan solamente a un sector del mundo islámico. Los disturbios del año pasado en Myanmar y los pogromos en Lhasa son dos acontecimientos que, formalmente, no pueden tener relación alguna en cuanto a la organización porque los budistas carecen de jerarquía global, a excepción del Tíbet.

Tampoco está probado que precisamente los monjes, en Rangún o en Lhasa, hayan actuado como instigadores de los disturbios callejeros. Suele hacerlo otra clase de personas, con el uso de tecnologías que son conocidas, mientras que los monjes y otros civiles se ven relegados habitualmente  a la condición de chivos expiatorios. Repitamos que los desórdenes en Lhasa se iniciaron a raíz de los incendios, los cuales provocaron también el mayor número de muertos y damnificados. Tampoco faltaron peleas con las fuerzas del orden en cuyas filas hay aproximadamente tantos afectados como entre la población. Ni siquiera las autoridades chinas, a juzgar por todo, tienen actualmente una noción clara acerca de quiénes han sido los primeros en empezar y cuál es la responsabilidad de cada bando.

En una situación como ésta, resulta prematuro para sacar conclusiones pero sí podemos ya intentar escribir una novela de acción cargada de connotaciones políticas. La trama de una novela así se irá vislumbrando más tarde; lo esencial ahora es empezar con un panorama general de los acontecimientos. Y aquí tiene un trasfondo: China y el continente asiático, en general, van cobrando importancia internacional con demasiada rapidez y hay pocos instrumentos para ralentizar este proceso. China tiene dos puntos vulnerables: la región de Xinjiang, poblada por uigures musulmanes, y  la del Tíbet, de población budista. En un principio, Xinjiang parecía ser el escenario ideal pero jugar con extremistas musulmanes queda mal a día de hoy y, encima, ya resulta incómodo hacerlo desde el territorio de Afganistán. También está la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS) cuya componente antiterrorista cubre al oeste de China, dado que los Estados miembros tienen frontera con Xinjiang.

Lo único que queda para nuestra novela de acción es el Tíbet y el budismo, sobre todo, porque un porcentaje considerable de la población china abraza la misma religión. Conste, además, que el líder de los budistas tibetanos, Dalai Lama, vive en exilio desde 1959. Y que a lo largo del planeta existe una multitud de asociaciones budistas creadas vaya a saber por quién ni para qué. El debilitamiento del régimen birmano, por cierto, también forma parte de la política de disuasión frente a China. Al final de la novela podríamos contar cómo se forma una versión budista de Al Qaeda y, poco a poco, va escapando al control de sus creadores. Lo mismo que su arquetipo creado otrora para luchar contra la URSS. Una novela así, a mi modo de ver, podría ser un exitazo de ventas.

LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDIRÁ OBLIGATORIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI

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