Reflexiones en torno al 20º aniversario del colapso de la URSS

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A partir de los acontecimientos que tuvieron lugar en la zona del Báltico en enero de 1991 comenzó la marcha reversiva de la historia de la Unión Soviética.

A partir de los acontecimientos que tuvieron lugar en la zona del Báltico en enero de 1991 comenzó la marcha reversiva de la historia de la Unión Soviética.

Esos acontecimientos dramáticos demostraron que las “fuerzas supuestamente destructivas” en las repúblicas orientadas hacia la confrontación disponían de la voluntad política y perseguían objetivos concretos a diferencia de los partidarios de “la ley y el orden” en el poder central.

De esta forma, las élites políticas de Letonia, Lituania y Estonia alcanzaron todos los objetivos formulados hace 20 años (independientemente de que los ciudadanos de estos países estén satisfechos) y la élite rusa, como sucesora legal de la nomenclatura soviética, incapaz de determinar la estrategia, que sigue dando vueltas.

Hace 20 años, gran parte de la población soviética sintió vergüenza al observar cómo las autoridades federales reprimieron  con la fuerza militar los intentos de civiles de lograr independencia del poder soviético y además porque el Kremlin demostró su incapacidad e inconsistencia de recuperar el control sobre las repúblicas rebeldes.

El sentimiento de aversión fue más fuerte cuando Moscú, que sufrió un fracaso, cargó toda la responsabilidad por lo sucedido sobre las autoridades locales de Letonia y Lituania.

La historia la escriben los triunfadores. Así las cosas, los libros de historia ofrecerán la versión presentada por los países del Báltico que consiguieron lo que querían.

Para estos países, el enero de 1991 es un elemento del mito nacional, cuya importancia es vital para todos los estados estables.

Aunque los debates sobre los anunciados acontecimientos continúan, como evidencia el proyecto 20 años sin la Unión Soviética, es poco probable que cambie su interpretación fundamental.

La liberación del monstruo totalitario de la URSS será el punto de partida y la fuente principal de la legitimidad en Europa Central y del Este, al menos antes de que surja una nueva amenaza para su soberanía e independencia.

Otro tipo de interpretaciones, desde el papel de las fuerzas externas, las provocaciones deliberadas, las ambiciones personales y la politiquería de los que lucharon  por la independencia, quedarán relegadas a un segundo plano.

Pasados 20 años tras la desintegración de la Unión Soviética, Moscú todavía no ha formulado su postura sobre los acontecimientos de 1991.

Dando los primeros pasos hacia el desarrollo democrático, Rusia hizo un intento de engrosar las filas de las “nuevas democracias” y guiarse por la ideología nacional-democrática de los países del espacio postsoviético.

Resultó que este objetivo es inalcanzable porque las ex repúblicas soviéticas y países de Europa del Este partieron de Rusia con destino al Occidente, al seno de su familia europea de la que fueron cruelmente apartados en el siglo XX.

Rusia, aún semidestruida tras el colapso de la URSS, no pudo escapar de sí misma. El país continuó siendo una gran potencia con la respectiva mentalidad, historia y responsabilidad por un inmenso territorio de Eurasia.

Moscú no pudo hacer la vista gorda ante sus vecinos euroasiáticos porque, en este caso, habría sufrido las consecuencias de una desintegración postsoviética incontrolable.

En esencia, la influencia positiva que tuvo Rusia sobre Eurasia en los 1990 aún debe ser analizada y apreciada.

Rusia pudo aprovechar la oportunidad de eludir la responsabilidad por todos los actos de violencia de la época soviética, incluidos los que fueron cometidos contra los ciudadanos de los países del Báltico.

Además, pudo atribuirse el mérito de contribuir al colapso del Imperio soviético, bajo el  mando de Borís Yeltsin.

Pero la población rusa no estuvo preparada para hacerlo y parece que tampoco lo está hoy en día. Para una sociedad que carece de ideales el mito de la URSS y de Stalin pasaron a ser elementos muy arraigados.

Además, Rusia no pudo renunciar a su estatuto de sucesora legal de la URSS para conservar varios instrumentos internacionales heredados.

Y como resultado, surgió una incertidumbre conceptual. Rusia todavía no ha formulado una nueva idea nacional. El verdadero revanchismo fue imposible.

Porque  el país quedó en un estado deplorable y tuvo que luchar por preservar la integridad de su territorio al menos dentro de las nuevas fronteras postsoviéticas.

En Rusia nadie sintió orgullo por la disolución de la Unión Soviética, ni siquiera el entonces presidente del país, Borís Yeltsin.
En resultado, hoy por hoy, la sociedad rusa no sabe qué es la Federación  de Rusia.

¿Si es un nuevo estado formado en 1991 que continúa la historia nacional milenaria con todos los altibajos? ¿O es un fragmento de nuestra patria real que fue desintegrada hace 20 años y no tiene futuro en el estado actual?

Las relaciones de Rusia con las ex repúblicas soviéticas dependen de la respuesta definitiva cuando la pregunta esencial sea formulada.

LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI


* Fiodor Lukiánov, es director de la revista “Rusia en la política global”, una prestigiosa publicación rusa que difunde opiniones de expertos sobre la política exterior de Rusia y el desarrollo global.

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