Túnez y la calidad de la desesperanza árabe

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Marc Saint-Upéry - Sputnik Mundo
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Una vez, en los años 1990, estaba visitando la antigua fortaleza árabe de Susa, en Túnez, con un amigo tunecino.

Una vez, en los años  1990, estaba visitando la antigua fortaleza árabe de Susa, en Túnez, con un amigo tunecino. En el camino al parqueadero, mi anfitrión me susurró algo sobre un hombre que estaba justo saliendo de su vehículo. Era un hermano del presidente Zine el-Abidine Ben Ali.

Ya que Ben Ali tiene diez hermanos, no me acuerdo el nombre ni la posición exacta de este hombre que caminaba en las avenidas de la tercera ciudad más grande de Túnez, aparentemente sin guardias de seguridad. Solo pensé: ¡qué país tan chiquito en donde un turista de visita por unos pocos días puede cruzarse en la calle con un hermano del presidente!

Túnez tiene sólo diez millones de habitantes, y su demografía probablemente jugó un cierto papel en la sublevación que acabó con la mal disfrazada dictadura de Ben Ali. Hace dos años, el embajador estadounidense Robert F. Godec escribió que “parecería que la mitad de los empresarios tunecinos tienen algún parentesco con Ben Ali, y muchos de ellos supieron aprovechar muy bien su linaje”. La familia ampliada de la primera dama – los  Trabelsi – era particularmente odiada por su corrupción y su prepotencia.

País chico, infierno grande, se podría decir. Pero en algún modo, esta proximidad social fue útil al momento de deshacerse del clan nepótico brutal que gobernaba Túnez desde hace 23 años. Hace unos días, las opulentas mansiones de los parientes y aliados de los Ben Ali y de los Trabelsi, en lujosas localidades del litoral como Hamammet y Sidi Bou Said, fueron sistemáticamente saqueadas y destrozadas – sin ningún daño a las villas no menos prósperas de sus vecinos.

Se habla a veces de la insurrección cívica tunecina como la primera “revolución Facebook”. En un país amordazado por una censura feroz en donde uno de cada cien habitantes trabajaba por los servicios de seguridad del régimen, no hay duda de que la redes sociales electrónicas canalizaron la frustración de la ciudadanía. Sin embargo, la novelería de algunos observadores extranjeros les hace olvidar algunas realidades menos glamorosas, como la insatisfacción laboral y el papel de los sindicatos.

En 2008, un enorme movimiento de protesta erupcionó en la zona minera de Gafsa, lejos del cosmopolitismo de la capital y de los balnearios chic del litoral. Reclamando empleos, programas sociales y libertad política, la población local desafió heroicamente a las fuerzas de seguridad durante cinco meses, mientras los militantes de base del sindicato oficial,  la UGTT, se juntaban a esta insurrección pacífica.

La rebelión actual también empezó en las ciudades marginadas del interior. Los cautelosos dirigentes de la UGTT, orgánicamente vinculados al partido en el poder, el RCD (Reagrupamiento Constitucional Democrático), fueron rápidamente rebasados por el activismo de sus afiliados. Esta organización de 500.000 miembros pasó a ser un actor clave de las protestas crecientes.

La oposición política a Ben Ali se encuentra debilitada por décadas de represión y por sus propios conflictos internos. Durante la rebelión, la  iniciativa fue captada por focos de protesta espontáneos y redes informales que galvanizaron el espíritu de las masas, pero difícilmente podrán manejar la transición.

Algunos analistas temen que el proceso pueda ser secuestrado por elementos oportunistas de la vieja guardia del régimen aliados con los representantes más dóciles  de la  oposición. El politólogo francés Jean-François Bayart valora el carácter masivo y la valentía de las protestas callejeras, pero alega que “la caída de Ben Ali fue demasiado rápida para ser honesta. El dictador fue derribado por una revolución palaciega más que por el pueblo mismo”.

Bayart sugiere que los responsables podrían ser algunos caciques del RCD, que se deshicieron del presidente para asegurar su propia supervivencia política, y el ejército, que no quería ver su legitimidad manchada por un baño de sangre: “El Túnez de enero de 2011 evoca más la Bucarest de diciembre de 1989 que una verdadera revolución”. Si embargo, los tunecinos de a pie parecen perfectamente concientes de este peligro y proclaman en las calles que no aceptarán cambios puramente cosméticos.

Hay mucha especulación acerca del posible impacto de los eventos tunecinos sobre otros países árabes. El internacionalista de Harvard Stephen Walt observa que si bien la mayoría de los gobiernos árabes son regímenes autoritarios desprestigiados, no responden a un único centro imperial y cada uno depende de una combinación distinta de instituciones y medidas políticas para su supervivencia: “El hecho de que Ben Ali cayó por su incapacidad de responder a un desafío específico no significa que los otros líderes árabes no podrán desviar, desvirtuar o eliminar nuevos retos a su poder”.

No hay que esperar una cascada de revoluciones de terciopelo exitosas. Sin embargo existe una calidad muy específica de desesperanza que es común a todo el mundo árabe. Por todo lado, vemos a tiranías escleróticas vegetando en la mediocridad rentista frente a las expectativas crecientes de una juventud educada pero víctima del subempleo y la humillación de las masas empobrecidas. Por todo lado, internet y Al Jazeera cortocircuitan los esfuerzos de los censores. Con un toque de jazmín tunecino, este poderoso coctel podría revelarse aun más embriagador.

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*Marc Saint-Upéry es periodista y analista político francés residente en Ecuador desde 1998. Escribe sobre filosofía política, relaciones internacionales y asuntos de desarrollo para varios medios de información en Francia y América Latina entre ellos, Le Monde Diplomatique y Nueva Sociedad. Es autor de la obra El Sueño de Bolívar: El Desafío de las izquierdas Sudamericanas.

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