Las posibilidades de una estabilidad sin guerra

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El agravamiento inesperado del contencioso territorial entre Moscú y Tokio es una cuestión de coyunturas relacionadas con la política interna de Rusia y de Japón.

El agravamiento inesperado del contencioso territorial entre Moscú y Tokio es una cuestión de coyunturas relacionadas con la política interna de Rusia y de Japón.

Pero es más importante enfocarlo a través del prisma de los procesos globales que se iniciaron hace 20 años, en la época de la revolución geopolítica de Europa y de la caída de la Unión Soviética.

Las fronteras definitivas e inmutables no existen. El status quo que fija la intangibilidad de las fronteras en un periodo determinado, aparece, normalmente, como resultado de una guerra y los consiguientes acuerdos entre vencedores y vencidos.

Con el correr del tiempo, la correlación de fuerzas va cambiando y los acuerdos van deteriorándose. Estos trastornos conllevan un nuevo reparto de las influencias, y, en correspondencia, con la aparición de nuevas potencias, capaces de garantizar la estabilidad de las relaciones interestatales, entre ellas, las cuestiones fronterizas.

El punto de referencia del actual sistema todavía vigente es la Segunda Guerra Mundial y los hechos consiguientes, los cuales propiciaron un equilibrio a nivel mundial bastante estable hasta la mitad de la década de los años 60.

Los acuerdos de Yalta y Potsdam, que delimitaron las esferas de influencia en Europa (y que por cierto, estipularon el actual estatuto de las islas Kuriles), fueron el primer paso para crear ese status quo.

Las siguientes etapas fueron la crisis de Suez de 1956, que demostró la pérdida, por parte de las potencias colonizadoras europeas, de la capacidad para gobernar el mundo, lo que llevó a una gran ola de descolonización; y la crisis de los misiles de 1962, que determinó los límites de la disuasión nuclear entre la URSS y EEUU.

Después de todo esto llegó la estabilidad, época en que Moscú y Washington poseían el mayor (pero no absoluto) número de posibilidades para regular los procesos globales, entre ellos la intangibilidad de las fronteras.

No es casual que la iniciativa para refrendar definitivamente el equilibrio de fuerzas y la delimitación territorial de Europa apareciera precisamente en 1966 y concluyera con la firma del Acta Final de Helsinki en 1975.

Hay que remarcar de nuevo que el punto de referencia fue el más importante resultado de la Segunda Guerra Mundial, o sea, la aparición de dos líderes nuevos en el panorama político internacional: la URSS y EEUU. Y fueron precisamente sus relaciones, en el marco de una Europa en decadencia, las que predeterminaron las tendencias generales.

La desintegración de la Unión Soviética marcó el fin de la etapa anterior de equilibrio.

Esta conmoción de por sí es homologable con los acontecimientos del pasado que daban impulso a la formación del ordenamiento mundial. Dado que la Guerra Fría no tuvo una evolución clara, su final tampoco se celebró con la firma de una paz formal.

No hubo una distribución global del nuevo poder, aunque durante una época parecía que este poder había pasado plenamente a la única gran potencia para aquel entonces, Estados Unidos. Pero a principios del siglo XXI quedó claro que Washington no podía ejercer la función de fuerza predominante global, la que tampoco pudo desempeñar ningún otro país.

La ausencia de un “marco” sólido se manifiesta en todos los aspectos de las relaciones internacionales, y 20 años sin URSS, además, se han convertido en una época de transformación de fronteras.

15 Estados nuevos en el espacio de la ex Unión Soviética (sin tener en cuenta las repúblicas reconocidas parcialmente como Abjasia, Osetia del Sur y los no-reconocidos como Alto Karabaj y Transnistria).

Siete en el territorio de la antigua Yugoslavia. República Checa y Eslovaquia, Eritrea, Timor Oriental, Sudán del Sur...

Hay una serie de Estados que se encuentran en camino de la desintegración, por la vía pacífica (el caso de Bélgica) o cargado de conflictos (Irak); el destino del Oriente Próximo, teniendo en cuenta los últimos sucesos, no está nada claro.

Lo que sí queda claro, pues, es que las causas y los escenarios son distintos, pero hay una tendencia general muy clara, de que las fronteras son movibles.

Esto se puso en especial evidencia a finales de la primera década del 2000, cuando las fronteras de las ex repúblicas soviéticas dejaron de ser algo inamovible.

Hasta 2008, las líneas divisorias interiores de las antiguas URSS y Yugoslavia se consideraban intocables, pero con el reconocimiento de Kosovo, Osetia del Sur y Abjasia se abrió camino también a la revisión de estas fronteras.

Es evidente que el problema de Alto Karabaj no se presta a solución si se conservan las fronteras de la ex República Soviética de Azerbaiyán.

La nueva generación de dirigentes de Moldavia no da prioridad a restablecer la integridad territorial en la configuración soviética, sino a la integración en Europa, lo que se ve obstaculizado por existencia en el suelo de este país de la república autoproclamada de Transnistria.

En Asia, la presencia de la URSS y EEUU también frenaba en seco la situación, aunque allí el nivel de control era más bajo que en Europa, las relaciones entre las mismas potencias asiáticas (China e India, India y Pakistán) siempre tuvieron su lógica.

Pero en cuanto a los diferendos territoriales de Asia del Este, la Guerra Fría sirvió para congelar el problema, la situación dependía del equilibrio de intereses de la URSS y EEUU, y en ello China jugaba un gran papel, primero poniéndose de parte de uno y después de otro.

El ministro de Asuntos Exteriores de Japón, Seiji Maehara, tiene razón al afirmar que entre Moscú y Tokio todavía no ha finalizado el periodo de posguerra.

Pero esto es sólo una parte de la verdad porque, realmente, este periodo no ha concluido en ninguna parte de Asia oriental.

Todas las controversias más enconadas -la Corea dividida, las Kuriles, Taiwán- son consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, imposibles de solucionar en las últimas décadas. Y el final de la Guerra Fría, en contra de toda predicción, no supuso su rápida normalización.

Todo el continente asiático se está convirtiendo en arena estratégica del siglo XXI, y los focos de los conflictos susceptibles de estallar entrañan un gran peligro. Y esto sin tener en cuenta que en Asia se encuentra China, país con una influencia regional y mundial creciente.

Precisamente el factor chino determinará la distribución de las fuerzas, de la que depende el destino de los conflictos que hunden sus raíces en el pasado.

El agravamiento de la tirantez en la zona (sobre todo, la rivalidad entre EEUU y China) podría exacerbar las disputas interestatales, ejemplo de lo cual es la situación en la península de Corea.

En este contexto, fue muy acertada la decisión de Moscú de hacer concesiones para regular los diferendos territoriales con Pekín a principios de la primera década del 2000.

Si hubiera decidido hacerlo 10 ó 15 años más tarde, las concesiones habrían tenido que ser mucho más importantes. 

En el filo de los años 80 y 90 empezó un experimento histórico para establecer el orden mundial que excluyera una guerra de envergadura y la victoria en la misma. El experimento continúa y, mientras no termine de una u otra forma, debemos de  estar preparados para cualquier eventualidad.

LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE OBLIGATORIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI

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