¿Y qué pasa con Irán?

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Marc Saint-Upéry - Sputnik Mundo
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Mientras Libia arde y una serie de países de la región están pasando por varias etapas de agitación o por un delicado proceso de transición a la democracia, Irán sigue siendo un enigma para el mundo y para sí mismo.

Mientras Libia arde y una serie de países de la región están pasando por varias etapas de agitación o por un delicado proceso de transición a la democracia, Irán sigue siendo un enigma para el mundo y para sí mismo.

Es casi un eufemismo decir que el nacionalismo iraní se caracteriza por ser tan soberbio como autocentrado. Mucho más que su supuesta enemistad con Occidente (una bandera ideológica de la República Islámica, no un sentimiento muy profundo), un desprecio mal disfrazado por los Árabes es uno de los rasgos más prominentes de la identidad moderna de Irán.

Por supuesto, todo se complica por el hecho de que estos indeseables invasores nómadas trajeron a Persia el mensaje del Profeta, el mismo que está en el corazón de su civilización tradicional y de algunas de sus instituciones políticas actuales.

Los últimos acontecimientos regionales añadieron una nueva capa de ambigüedad a esta relación. La oposición iraní quedó hechizada por los levantamientos árabes, pero con un cierto tinte de perplejidad envidiosa. El Ayatolá Ali Jamenei, Líder Supremo del régimen, alabó las revoluciones tunecina y egipcia, caracterizándolas erradamente como “islámicas”, mientras el presidente Mahmud Ahmadineyad criticó duramente la brutal represión de Gaddafi contra su propio pueblo. Sin embargo, las fuerzas de seguridad iraníes han agredido a decenas de miles de manifestantes demasiado deseosos de imitar a sus hermanos árabes.

Faribah Abdelkah, investigadora del Centro de Estudios de las Relaciones Internacionales de París (CERI), es una de las analistas más agudas de la sociedad y de la política iraníes y tiene une enfoque bastante interesante sobre la situación actual. Según ella, el problema de Irán no es tanto el poder de los clérigos fundamentalistas, sino que dichos clérigos ya no poseen el monopolio de la ortodoxia islámica. La legitimidad religiosa es todavía una poderosa fuente de autoridad política y social en Irán, pero está ahora en disputa y la lucha para redefinirla, a veces, es feroz.

El hecho de que Ahmadineyad pueda ser al la vez el adalid de una versión radicalmente mesiánica del Islam político y el primer presidente laico de la República Islámica es muy significativo. En su interpretación de la naturaleza de un régimen musulmán virtuoso, no solo difiere del reformismo islámico del ex presidente Mohammad Jatami, con sus referencias explícitas a Tocqueville y al liberalismo occidental. También entra en conflicto con la cosmovisión de los conservadores religiosos tradicionales, que censuran su activismo internacional demasiado estridente y su falta de tacto social y de competencia teológica.

El conflictivo pluralismo de la política religiosa iraní es agravado por la complejidad creciente de la economía del país. Pese a su retórica populista y sus llamados a la “justicia social”, Ahmadineyad no encarna una “izquierda islámica” estatista, tendencia que sí tuvo su influencia en los inicios de la revolución, pero que desapareció casi integralmente del paisaje político.

La liberalización económica es un hecho en Irán, pero no generó una clara diferenciación entre el sector privado, el sector público y una intricada red de “fundaciones” y de entidades semi-públicas que deja perplejos a los observadores. Lo que parece dominar es un especie de capitalismo clientelista en el que cada facción política y religiosa tiene su propia clientela y denuncia la corrupción de los otros clanes.

En el malestar iraní tal como surgió después de las elecciones del 2009 y como algunos reformistas tratan de revivirlo hoy, parecería que falta uno de los ingredientes esenciales de las revueltas árabes. La clase media cosmopolita no fue capaz de conectarse con amplias secciones de la clase trabajadora y de la plebe urbana, como sí fue el caso en Túnez o en Egipto. Los candidatos presidenciales derrotados Mir Hossein Mousavi y Mehdi Karroubi tampoco lograron documentar en modo convincente sus denuncias de fraude electoral y la falta de claridad estratégica y de liderazgo decisivo en el Movimiento Verde dejó escépticos a muchos iraníes. Hecho sintomático, Jatami, una figura reformista muy relevante, tomó discretamente sus distancias de las protestas callejeras y señaló su voluntad de actuar dentro de las reglas del orden político vigente.

Puede ser que Jatami subestime la intransigencia creciente de la facción en el poder. Una de las expresiones más preocupantes de esta tendencia es el intenso acoso judicial y la detención arbitraria de docenas de opositores pacíficos y defensores de los derechos humanos, así como la recrudescencia alarmante de las ejecuciones capitales en los últimos meses. Según la Campaña Internacional por los Derechos Humanos en Irán, 83 personas fueron ejecutadas en el mes de enero, contra 179 por todo el año 2009.

Para Hadi Ghaemi, militante de los derechos humanos, la aplicación sistemática de la pena de muerte se volvió una política de Estado. La mayoría de sentenciados son supuestamente narcotraficantes, pero Ghaemi cree que “los desarrollos políticos en la región tienen su impacto” y que las autoridades recurren a la “violencia extrema” para infundir el miedo. Vimos que la sociedad iraní se percibe como mucho más sofisticada que el mundo árabe. En un Oriente Medio en plena conmoción, el despliegue de tanta crueldad bárbara podría convertirse en un verdadero bumerán.

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*Marc Saint-Upéry es periodista y analista político francés residente en Ecuador desde 1998. Escribe sobre filosofía política, relaciones internacionales y asuntos de desarrollo para varios medios de información en Francia y América Latina entre ellos, Le Monde Diplomatique y Nueva Sociedad. Es autor de la obra El Sueño de Bolívar: El Desafío de las izquierdas Sudamericanas.

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