Seguíamos a los combatientes por una Libia libre

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El reportero gráfico de RIA Novosti Andrei Stenin permaneció durante casi un mes en Libia, actualmente, uno de los “puntos más candentes” del planeta. Su reportaje es una especie de fotografía, una imagen ofrecida por un profesional y por un hombre que se vio en pleno epicentro de una cruenta guerra.

El reportero gráfico de RIA Novosti Andrei Stenin permaneció durante casi un mes en Libia, actualmente, uno de los “puntos más candentes” del planeta. Su reportaje es una especie de fotografía, una imagen ofrecida por un profesional y por un hombre que se vio en pleno epicentro de una cruenta guerra.

Ajdabiya-Marsa-el-Brega-Ras Lanuf-Bin Jawad-Bengasi

Acompañando a las tropas de los rebeldes nos dirigimos hacia el oeste, marchábamos con chulería, seguros de entrar pronto en Trípoli.

“Gadafi está acabado”, nos gritaban los lugareños, tirándonos paquetes con zumos y magdalenas. Al ver las cámaras de fotografía, algunos te amenazar con las armas más exóticas, desde antiguas pistolas hasta los fusiles de asalto más modernos parecidas a un instrumento musical.

Unos jóvenes de nuestro camión estaban jugueteando con una “beretta”, y de repente, apareció un hombre con muletas que llevaba como su única arma un artefacto explosivo con una mecha muy corta, ni siquiera me sorprendí. Estaba incapacitado para luchar, pero podía perfectamente hacerse explotar en nombre de la revolución.

En Brega conocí a un fotógrafo japonés y convinimos seguir con los rebeldes hacia Ras-Lanuf. Nos trajeron comida y, a falta de cucharas, me dispuse a comer el arroz con las manos. El japonés tuvo más suerte porque le trajeron macarrones. Al acabar, metió su mochila en el camión y se fue para sacar fotos. Pasadas varias horas, los rebeldes se dieron a la fuga, yo estaba corriendo para arriba y para abajo, sin saber muy bien qué estaba ocurriendo. El japonés no aparecía.

No se oía ni una explosión ni un disparo, pero el puesto de control quedó desierto y yo no las tenía todas conmigo.

“Empezamos la ofensiva a Ras-Lanuf”, me dijo uno de los combatientes, ¿te animas? Como yo no podía seguir con las dos mochilas, decidí tirar la del japonés. Pero antes la abrí y me encontré un objetivo fijo de 200 mm, varios fajos de dólares y tarjetas de crédito. ¡Vaya, qué  viven algunos!

Aquel día no emprendí la ofensiva junto con los demás, opté por regresar al hotel y dejar la mochila en la recepción. Al japonés lo encontré tres días después, en un hospital, entre otros heridos. Me abrazó con efusión: no se esperaba que un ruso, casi un desconocido, le devolviera sus cosas. En breve se marchó a su país, donde se había producido un terremoto.

Ajdabiya, Marsa-el-Brega, Ras Lanuf, en cada una de estas ciudades sólo había un hotel. La mitad de las habitaciones estaba ocupada por gente de Reuters, en el resto se alojaban muchos italianos y españoles, eran como comunidades de paisanos, que reservaban las habitaciones para sus amigos.

Yo nunca conseguía una habitación libre. No me apetecía para nada pasar la noche en la calle: hacía frío y no tenía manta. En el hotel de Ras Lanuf me metí hasta el fondo del pasillo y me quedé dormido en una butaca, esperando no llamar la atención de nadie, para que no me echaran a la calle como a un pobre indigente. Para no despertarme con el ruido de los pasos me metí tapones en los oídos.

Me desperté en plena noche, porque alguien me estaba sacudiendo. Abrí los ojos y vi una chica europea y a los corresponsales corriendo como locos con sus maletas. Resultó que Gadafi había emprendido una ofensiva y sus tanques estarían pronto en la ciudad. La gente se marchaba de la ciudad y del hotel, donde de repente aparecieron muchas habitaciones libres.

Yo tenía una magnífica posibilidad de darme una ducha y por fin dormir bien, pero en vez de eso me metí en un coche que salió disparado de la ciudad.

Hacía un viento tremendo, estaba congelado y deprimido por el brusco despertar, me sentía asqueado, fumando con el estómago vacío. Nos paramos en una terminal petrolera que brillaba con todas sus luces como un casino en Las Vegas. La ofensiva de las tropas de Gadafi no fue  más que un rumor.

Volvimos a Ras Lanuf de madrugada. En el hotel ahora te podías alojar gratis, en la habitación que quisieras, pero no había muchos voluntarios. El personal iba armado con metralletas. Con el visto bueno del dueño, los corresponsales se apoderaron de las reservas de alimentos, ¡no las íbamos a dejar al enemigo! Los libios trajeron un retrato grande de Gadafi y empezaron a ensañarse con él, el típico pasatiempo de aquellos sitios.

Nos dijeron que se podía intentar ir a Bin-Jawad, donde la víspera había habido combates. Una hora antes de que regresáramos de allí, trajeron a algunos que también habían estado curioseando: un cámara francés herido en la pierna y sus asustados compañeros. El francés fue ingresado en el hospital y se dedicaba a dar entrevistas. Según me pereció, estaba muy contento al acaparar la atención de todos y con el repentino final de su viaje.

Cuanto más nos estábamos acercando a Bin-Jawad, más sombríos nos poníamos: el camino estaba desierto, una señal muy mala. La cosa estaba clara, los sublevados no se atrevían a meterse allí, todo parecía indicar que nos estábamos ofreciendo a Gadafi en bandeja.

Por el camino vi a un conocido de EPA, me bajé para enterarme de lo que estaba pasando y… el coche, en el que viajaba, se fue sin mí. Tras lo cual, en dirección contraria se fue el tío de EPA. Me vi en una situación completamente estúpida: sólo en medio del desierto. Me senté en la arena y me dejé llevar por los malos presentimientos.

Estaba fumando un cigarrillo tras otro y mirando con recelo el nada hospitalario paisaje, esperando un ataque en cualquier momento. Los pocos coches pasaban por la carretera a una velocidad increíble y los conductores echaban vistazos al idiota que intentaba pararlos desde el borde del camino.

 Una hora después me recogieron unos reporteros que iban hacia Bin-Jawad. Nos detuvimos a unos kilómetros de la ciudad, cerca de la torre de comunicación. Allí ya había dos equipos de televisión, con chalecos antibalas y cascos puestos. Al oír el ruido de un avión, nos tiramos al suelo. Mientras estábamos pensando si acercarnos a la ciudad o no, el libio que miraba el camino con unos prismáticos, empezó a gritar y a agitar las manos: desde Bin-Jawad a nuestro encuentro iban varios coches. Nadie, y los taxistas menos todavía, quiso esperar y enterarse de quién era esa gente que tanto interés tenía en conocernos. Nos metimos en sus coches ya en marcha, ¡por si acaso nos dejaban allí!

Conocí a unos jóvenes libios que se dedicaban a llevar a las posiciones los periódicos del comité revolucionario. Tenían un potente Volkswagen, del que salía una animada música nacional y cuyo maletero estaba repleto de comida y de cigarrillos. No tenían miedo a nada. Fuimos al abandonado pueblo petrolero en las afueras de Bin-Jawad, tiramos abajo la puerta de una de las casas y dormimos al lado de pertenencias ajenas, gafas, mandos de tele, ropa llena de arena. Me di cuenta de que la casa pertenecía a una persona mayor. Por la noche nos hicimos café y miramos las estrellas, acompasados por el murmullo del mar Mediterráneo. Me sentía un bárbaro, un invasor.

Y por la mañana otra vez empezó la guerra. Miramos nuestro refugio desde el minarete: ya estaba en manos de las tropas de Gadafi. También se acercaron a la costa en barcos y empezaron a disparar contra la ciudad. Aguantamos en Ras Lanuf hasta el último momento, en un aparcamiento preparamos carne con pasta y café y veíamos explotar los misiles.

 Uno de ellos dio en un edificio cercano, donde había un hospital. Fuimos a ver qué estragos había causado. Después de pasar cien metros, miré a mi alrededor y vi que estaba caminando solo: los jóvenes libios habían decidido volver a la comida. Regresé. Un segundo misil dio en el minarete. Ya no quedaba nada interesante para fotografiar en aquel sitio. Sí que estaban pasando cosas, pero no había imágenes, aparte de algunos rebeldes tumbados sobre la hierba, mirando, pensativos, las explosiones y la humareda que se cernía sobre la ciudad.

En aquella colina eran un blanco perfecto, pero como creían en Alá, no le tenían miedo a nada.

Después de comer y lavar los platos, decidimos irnos de la ciudad, dado que no había más disparos. Nos metimos en nuestro buen Volkswagen y acto seguido nos perdimos en las intrincadas callejuelas de la ciudad. Y en aquel momento, como por orden de alguien, sobre las casas vecinas empezaron a caer los “grad”. La “banda sonora” era insuperable: el sonido de las explosiones, la melodiosa musiquilla que llenaba el coche, las entrecortadas frases de mis acompañantes y el mantra de “avanza, mierda, avanza”, que estaba repitiendo yo. Al recordar que en realidad yo era fotógrafo y mi deber era fotografiar estas cosas, empecé a apretar el obturador, enfocando hacia donde se había producido una explosión.

 No me salía nada: el coche se movía con brusquedad y las manos me templaban. Lo dejé enseguida, me tapé la cabeza con mi mochila y callé.
Pasamos disparados el puesto de control de la ciudad. Allí tampoco estaban bien las cosas: los rebeldes parecían haberse vuelto locos, uno de ellos corría con un hacha, pegando gritos. Vi a Kozyrev, uno de los míos, escondido tras una pared.

Los libios no tenían la menor gana de volver. Superando mi miedo, les dije que volvería solo. “Mis amigos están allí, tengo que estar con ellos”, les dije.

Dos fotógrafos se estaban arrastrando por la colina, intentando sacar fotos a los combatientes con fusiles de asalto instalados en unos hoyos en la cima de ésta. Ni siquiera pegaban tiros, porque contra ellos estaba disparado un tanque. “No es mi guerra”, me dijo un italiano, “no sé qué diablos estamos haciendo aquí”, bromeé. Aquel día intenté sonreír más, porque en el fondo estaba temblando de miedo.

Corrimos, luego volvimos, corrimos otra vez, los rebeldes hacían lo mismo. La guerra era aburrida. Estaba mirando con esperanza el sol en declive, esperando que cayera la noche: entonces no podría sacar fotos y de esta manera escaparía de todo aquello.

Un caza volaba encima de nosotros y, descendiendo en picado, con estrépito lanzaba bombas donde fuera. Contra él disparaban piezas de artillería antiaérea, ametralladoras y lanzagranadas. Yo estaba tendido en el suelo, siguiendo el avión con la vista, temeroso de ver caer una de esas bombas que acabarían conmigo. “Será mejor que nos acerquemos a la torre, le dije a un italiano que estaba a mi lado, creo que no la bombardearán”.

“¿Conoces a Andrei Mironov?”, me preguntó mientras nos acercábamos a la torre. “Sí, pero murió hace tiempo ya”, contesté. “Qué pena, fue un gran fotógrafo”, se lamentó. Entonces le expliqué que estábamos hablando de personas completamente diferentes.

En la carretera había un sistema “Grad” manejado por uno de los sublevados, pero en realidad ni aquel día ni los siguientes se les notaban muchas ganas de combatir: huían más rápido que los periodistas. Mirábamos la estructura girar en busca del blanco, luego alrededor de él empezaron a estallar los cohetes, todo se llenó de humo y de vez en cuando se vislumbraban entre la humareda los destellos de fuego al ser lanzado un misil. Admirando el coraje de un héroe solitario, me fui a Brega a descansar.

Al anochecer visité el hospital de Marsa-el-Brega, los heridos ya habían sido evacuados a Ajdabiya. Entré para sacar fotos y vi que a uno de los sublevados le estaban operando. Pasé al baño y de repente oí el intenso sonido de los disparos proveniente del exterior. Ni siquiera me sorprendí, los disparos y los bombardeos solían empezar en los momentos menos oportunos. Sin embargo, me sentía tranquilo, simplemente no me podía imaginar que se me cayera encima un trozo de la pared. Fuera pasaban las balas trazadoras. Intenté sacar fotos, encima volaba en círculos un caza.

En el hospital empezaron a apagar las luces por miedo a ser alcanzados por una bomba. Los médicos seguían operando con la luz de los teléfonos móviles. Luego al herido le metieron en un coche y se lo llevaron. Me fui a dormir al cuarto de los médicos: sólo había una cama para tres y pasamos así la mitad de la noche, apoyando nuestras cabezas en el hombro del vecino. Luego, gracias a Dios, les entraron ganas de fumar un poco de hachís y se fueron. Dormí como un santo. Por la mañana me echaron y fui a buscar un coche.

No me acuerdo bien de lo que ocurrió después. Creo que estábamos huyendo otra vez y después nuestro coche se estrelló contra un camión que parecía estar lleno de material explosivo y proyectiles. Escupiendo sangre, los periodistas se metían en una furgoneta, donde había una periodista italiana, completamente histérica por no poder encontrar su fotógrafo.

 En cuanto nos detuvimos para que éste subiera, cerca sonó otra explosión. Seguimos sin hacer más paradas. En Marsa-el-Brega me saqué los dientes rotos, los tiré al suelo e intenté acordarme del sitio. Por la noche regresé a Bengasi, me tumbé y me puse una buena comedia americana.

LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI

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