Bashar Assad ha conseguido su objetivo

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La guerra en Libia parecía desplazar a los acontecimientos de Siria a un lugar muy secundario en los informativos.

La guerra en Libia parecía desplazar a los acontecimientos de Siria a un lugar muy secundario en los informativos.

Pero, tras el anuncio del presidente sirio sobre la dimisión del Gobierno nacional el pasado 29 de marzo, los medios de comunicación volvieron a mostrar un vivo interés por lo que está ocurriendo en este país.

Extremo que no tiene nada de raro, ya que Siria, a diferencia de la mencionada Libia, es un eslabón clave de la vida política en Oriente Próximo. La desestabilización allí acarrearía unas consecuencias muy peligrosas para toda la región.

La mayoría de la población siria está formada por musulmanes sunitas, pero la familia en poder, los al Assad, pertenecen a la minoría religiosa y étnica de los alauitas, que profesan una variante muy especial del Islam con una mezcla de tradiciones autóctonas, chiítas y cristianas.

Por veleidades del destino, la comunidad alauita resultó la más dinámica políticamente y, tras la llegada al poder de Hafez al Assad (el padre del actual presidente sirio), los representantes de esta comunidad ocuparon los puestos clave de la nación. En aquellos días, los líderes espirituales chiítas reconocían a los alauitas como parte de su movimiento religioso, aunque este acto tuviera mucho de teatral.

Hoy, mucho después de haber sido reconocidos como chiítas, los “al Assad” siguen perteneciendo a una minoría religiosa dentro de un país mayoritariamente sunita. Por esta razón, el régimen político en Siria ha optado por un régimen laico.

Se esperaba que Siria resultara vulnerable ante la ola de popularidad del  radicalismo islámico, pero ha salido al revés: para los chiítas iraníes, Siria ha terminado por convertirse en su principal aliado en el mundo árabe. Teherán financia a través de Siria a la organización Hezbollá y otros grupos terroristas. Para las organizaciones radicales palestinas, Damasco es también una fuente de apoyo, debido a su implacable postura hacia Israel.
Por paradójico que parezca, la mayor parte de la élite política israelita también está interesada en la estabilidad de Siria. En los últimos treinta años, en la frontera entre los dos Estados no se ha registrado ningún conflicto. Sin embargo, no se sabe qué cambios podrían operarse en caso de que haya cambios en Damasco.

Estados Unidos, que hasta hace poco incluía a Siria en la lista de sus peores enemigos, junto con Gaddafi y el régimen iraní, se ha acabado dando cuenta de que, sin el apoyo sirio, cualquier intento de arreglo del conflicto árabe-israelí resultará vano. Más aun, sólo Siria es capaz de encontrar la solución al conflicto interno palestino, aquel que existe entre HAMAS, que se hizo con el poder en la Franja de Gaza, y la administración de Mahmud Abbas. En 2010, por lo tanto, se perfiló una nueva línea política de Occidente en sus relaciones con Siria que consiste en mejorarlas lo antes posible, buscando desmantelar la alianza entre Siria e Irán.

Por último, para Turquía, cuya influencia en Oriente Próximo crece a ojos vista, Siria también se ha convertido en un socio de primera magnitud. Y ello, a pesar de que hace unos años ambos países estuvieron al borde del conflicto militar por una disputa sobre el control de las fronteras. Por otra parte, no hay que dejar de lado la cuestión kurda.

En 2004, el Ejército sirio logró sofocar con gran dificultad una revuelta de los kurdos en el norte del país. Este es un conflicto latente que podría reavivarse en cualquier momento. En este sentido, en Turquía están a la espera de las próximas elecciones parlamentarias y se da la circunstancia de que precisamente ahora los separatistas kurdos han anunciado la ruptura de la tregua que mantenían con las tropas turcas.
Todo esto preocupa seriamente a Ankara por lo que se hace evidente que el Gobierno turco no tiene ningún interés en permitir la desestabilización en Siria, extremo que provocaría, sin duda, desórdenes en la parte siria del Kurdistán.

Resumiendo, resulta que todo el mundo parece estar interesado en que Assad continúe en el poder. Barack Obama y Hillary Clinton le han dado una luz verde tácita para reprimir todo tipo de desórdenes, al afirmar públicamente que en ningún caso intervendrán en los asuntos internos de Siria.
¿Y qué está pasando allí? Pues, los mismos problemas económicos y sociales del resto del mundo árabe y, en particular, un desempleo juvenil que alcanza el 25%. El nivel de vida, en comparación con el de otros países árabes, es bastante discreto. En realidad no hay nada de extraño en esta situación, pues, dentro del marco general de las revueltas que afectan al mundo árabe, Siria también se vio afectada por el efecto dominó.

Todo esto se agravó debido a la severa sequía que azota la región agrícola de Deraa, escenario de los primeros enfrentamientos con derramamiento de sangre. Con posterioridad, una ola de manifestaciones se extendió por otras ciudades. Pero si en otros países árabes los manifestantes pedían la dimisión de los jefes de Estado, en Siria las opiniones no eran unánimes: todo el mundo exigía el cese del Gobierno; pero ni mucho menos todos se manifestaban contra Assad.

Existen otros indicios de que la situación de Assad no es tan grave como la de sus otros “compañeros de fatigas”. Así, a diferencia de Egipto, el Ejército sirio no pretende, ni sería capaz de hacerlo, hacer de árbitro en esta situación, aparte de que los militares son fieles al presidente. Los Assad, tanto el padre como el hijo, siempre han velado porque no surgieran líderes con carisma entre los generales.

Es verdad que existen fuerzas laicas de oposición al régimen, pero están desunidas y, lo más importante, carecen de un contacto estrecho con el pueblo. Las organizaciones islamistas tienen una mayor aceptación entre la gente, pero por razones de geopolítica internacional, carecen de apoyo desde el extranjero. Más aun, Bashar Assad de vez en cuando se ocupa de desacreditar políticamente a los islamistas sirios con objeto de reducir su popularidad y evitar su consolidación.

El presidente sirio ha optado, sin embargo, por no esperar a que subieran de grado las tensiones y antes de la última ola de revueltas anunció reformas en el país. Prometió levantar el estado de emergencia impuesto hace muchos años y llevar a cabo una liberalización de la vida política. Después de haber sido dispersados los manifestantes, Assad intentó colocarse al margen del conflicto, echando toda la culpa a sus ministros y anunciando bajo este pretexto su cese.

El pasado 24 de marzo, Assad presentó el plan de reformas que prevé una paulatina introducción del sistema pluripartidista, la adopción de una nueva ley de los medios de comunicación, una reforma del sistema judicial y una enérgica lucha contra el paro y la corrupción. El primer paso práctico fue el aumento de los sueldos de los funcionarios públicos en un 30%.

El presidente sirio ha sabido utilizar la disolución del gabinete para mejorar su imagen pública y en muchas ciudades los jubilosos manifestantes han desfilado expresando su apoyo a Assad y a su programa de reformas.

No cabe duda de que el presidente sirio podrá con esta ola de disturbios. Otra cosa es que las reformas se lleven realmente a cabo y en Siria se celebren de verdad lo que serían las primeras elecciones pluripartidistas. En cuyo caso podría haber una ola de protestas, dirigidas contra él en persona. Pero para entonces la situación en el mundo árabe habrá cambiado y el “efecto dominó” ya habrá pasado.
Así que, de momento, Bashar Assad parece haber conseguido lo que pretendía, ganar tiempo.

LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI

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