El extraño juego de Obama y Netanyahu

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Henry Siegman, antiguo director del Congreso Judío Americano, tiene un enfoque interesante sobre el problema de Oriente Medio.

Henry Siegman, antiguo director del Congreso Judío Americano, tiene un enfoque interesante sobre el problema de Oriente Medio.

Le hace acuerdo de una clásica broma soviética: nosotros pretendemos trabajar, y ellos pretenden que nos pagan. Así funciona el proceso de paz, dice Siegman: los gobiernos israelíes pretenden que están buscando una solución para dos Estados, y Washington pretende que les cree.

La difícil relación entre Barack Obama y el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu complica singularmente este extraño jueguito. Hay poca química y mucho recelo entre los dos hombres, pero la desconfianza del establecimiento israelí y del lobby pro-Israel hacia Obama tiene motivaciones más profundas.

Sospechan que se trata del primer presidente estadounidense que se haya hecho una opinión verdaderamente independiente sobre la naturaleza del conflicto. Pese a las proclamaciones regulares de amistad eterna y solidaridad inquebrantable entre ambos países, temen que la racionalidad demasiado fría de Obama no sea buena para Israel.

Hay algo cierto en estas sospechas. Lo que Jimmy Carter logró percibir mucho tiempo después de su mandato, parecería que Barack Obama ya lo había entendido cuando representaba el décimo tercer distrito de Chicago en el senado de Illinois. En breve, aun tomando en cuenta las causas trágicas y complejas que alimentaron el sueño sionista y la creación de Israel, la narrativa palestina de opresión y denegación colonial en manos de un invasor brutal no es sólo una fantasía antisemita irracional.

Varios activistas palestino-americanos de Chicago pueden confirmar que el joven senador del estado sí había comprendido algo de ello. En ese entonces, no tenía miedo de aparecer en público al lado de defensores controvertidos de los derechos palestinos, como el destacado académico Rashid Khalidi.

Por supuesto, Obama ya no es un simple senador del Illinois. Como nos ha acostumbrado en otros temas, su sutil aprehensión intelectual de la situación no se traduce siempre en una inflexible voluntad de poner el poder de su gobierno al servicio de sus convicciones más profundas. Al menos no en el caso de Israel.

Obama es el presidente de EEUU, no de Egipto o Siria. Tiene que negociar a diario con la poderosa mezcla de sentimientos bíblicos, emociones históricas, ilusiones ideológicas, identificación imaginaria y complejas consideraciones económicas y geopolíticas que caracteriza la relación entre el superpoder dominante y su aliado en Oriente Medio, un Estado-cliente con una influencia desproporcionada en relación con su tamaño.

Los que se preocupan por la situación desesperada de los Palestinos ven la actitud del presidente estadounidense como excesivamente timorata. Al revés, los neoconservadores lo acusan de estar dispuesto a traicionar Israel. Defendiendo la racionalidad de su retórica sobre Oriente Medio frente a un público radicalmente pro-israelí, Obama declaró que “los verdaderos amigos hablan entre sí con sinceridad y honestidad.”

Tal vez, en realidad, Obama no es lo suficiente sincero y honesto con los defensores incondicionales de Israel. Sin embargo, subrayan los realistas, más sinceridad y honestidad sobre los mitos que caracterizan la aceptación estadounidense de la narrativa sionista en su versión extrema sería políticamente suicida –al menos antes de las elecciones presidenciales de 2012.

La respuesta entusiasta al discurso del 24 de mayo de Netanyahu ante el Congreso ilustra perfectamente el problema. Su deplorable oratoria se caracterizó por una demagogia hueca y una intransigencia insensata: nada de negociaciones con un entidad palestina en la que Hamas tendría representación; ningún derecho al regreso de los refugiados palestinos, aunque sea simbólico y reservado a pocos; control militar israelí indefinido del río Jordán; una Jerusalén indivisa como “capital unificada de Israel.”

En un desafío directo al presidente estadounidense, Netanyahu rechazó asimismo el reconocimiento de las fronteras del 1967 como base legal incontrovertible de una negociación. Su show patético en el Congreso intentaba claramente prevenir cualquier tentativa ulterior de presionar Israel y fue acogido por no menos de veinte y nueve ovaciones de pie.
 
Lo que ningún político electo estadounidense se atrevería a decir públicamente, el historiador militar israelí Martin Van Creveld lo explicó con calma pocos días después: al contrario de como Netanyahu justifica la supuesta inaceptabilidad de las fronteras de 1967, Israel no necesita Cisjordania para su seguridad.
 
No la necesitaba en 1967, cuando al ejército israelí le bastaron seis días para aplastar a todos sus enemigos; no la necesita ahora, cuando su posición militar es aún más fuerte. Y aferrarse a los Territorios Ocupados no ayudará el Estado judío a defenderse contra misiles balísticos de Siria o Irán.
 
Israel debe ante todo salvarse del riesgo de volverse un Estado de apartheid que solo puede mantener su control por medio de una represión masiva, insiste Van Creveld. Debería retirarse de Cisjordania, incluso de la mayor parte de la Jerusalén árabe. Si no lo hace, añade el respetado académico judío, “yo aconsejaría fuertemente a mis hijos y a mi nieto de buscarse otro país menos ciego y menos terco para vivir.” Ninguna broma se puede repetir eternamente.

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*Marc Saint-Upéry es periodista y analista político francés residente en Ecuador desde 1998. Escribe sobre filosofía política, relaciones internacionales y asuntos de desarrollo para varios medios de información en Francia y América Latina entre ellos, Le Monde Diplomatique y Nueva Sociedad. Es autor de la obra El Sueño de Bolívar: El Desafío de las izquierdas Sudamericanas.

 

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