EEUU siempre quiso debilitar a la URSS, pero nunca contó con su total desaparición

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Cada vez que se habla de las circunstancias en las que dejó de existir la Unión Soviética, se plantea la cuestión sobre el papel que jugó en este proceso el factor externo, es decir, la influencia occidental.

Cada vez que se habla de las circunstancias en las que dejó de existir la Unión Soviética, se plantea la cuestión sobre el papel que jugó en este proceso el factor externo, es decir, la influencia occidental.

Este tema sigue siendo en Rusia un elemento de la lucha política actual, así que es inútil esperar una reflexión objetiva al respecto. No obstante, 20 años es un espacio de tiempo suficiente para intentar analizar con calma lo que sucedió a finales de los años 1980 y principios de los 1990.
¿Quería el Occidente (sobre todo, desde luego, Estados Unidos) la desintegración de la URSS? La respuesta es no, porque hasta el último momento de la historia soviética nadie podía imaginar siquiera que algo semejante sería posible.

Ronald Reagan, obsesionado con la idea de la lucha contra el “comunismo ateísta”, era un adversario acérrimo y muy agresivo de la URSS. Llevó a cabo una compleja est    rategia destinada a minar el poder soviético: desde apoyar a los movimientos antisoviéticos en diferentes países hasta bajar los precios del petróleo para despojar a Kremlin de ingresos petroleros.
 Pero ni siquiera Reagan pudo soñar con un triunfo tan contundente como la aniquilación total del rival principal. En parte fue porque el presidente estadounidense partía de la idea de que se estaba enfrentando a un enemigo increiblemente potente y peligroso. De esto, por cierto, le convencían sus consejeros militares exagerando el poderío de la Unión Soviética para aumentar el presupuesto militar.

Por una parte, Reagan y sus consejeros eran conscientes de la vulnerabilidad de la economía soviética. De ahí su plan de confabulación con Arabia Saudí para rebajar los precios de petróleo y la escalada intencionada de la carrera armamentista sin despreciar las fanfarronadas del tipo de la Iniciativa de Defensa Estratégica.
  Por otra, haciéndo ver su potencial, el Occidente trataba de obligar a Moscú a hacer concesiones estratégicas. En cualquier caso, para finales de la primera legislatura Reagan había cumplido con su programa inicial y consiguió crear un ambiente de extrema tensión para pasar a la siguiente fase – negociar un balance más ventajoso para Estados Unidos. El momento era muy oportuno, ya que en el Kremlin apareció un interlocutor nuevo, Mijaíl Gorbachov. 
   
Cabe señalar que la interacción entre Gorbachov y Reagan era todavía muy moderada. Fue más tarde, durante la presidencia de George Bush padre, cuando la URSS demostró una generosidad geopolítica excesiva.
 Partidario de la escuela realista, Bush creía, aún más que su predecesor y mentor Reagan, en la necesidad del balance de fuerzas. Por lo tanto, la facilidad con la que los dirigentes soviéticos cedían terreno a veces asombraba a los estadounidenses e indignaba a algunos europeos.

Por ejemplo, la flexibilidad de Mijaíl Gorbachov y Eduard Shevarnadze (el entonces ministro de Asuntos Exteriores de la URSS) en materia de la reunificación alemana superó con creces la transigencia de los aliados de Bonn en la OTAN – Italia, Francia y Gran Bretaña.
    Atribuir tal actitud de los dirigentes soviéticos a su idealismo, o inocencia, o acusarles de traición, sería demasiado fácil. Simplemente para finales de la década de los 1980 el equipo de Gorbachov ya presentía de lo que en el Occidente todavía tardarían en darse cuenta. El país amenazaba con caer en pedazos de un momento para otro debido, en parte, a las razones objetivas y en parte a la mala gestión.

 El gobierno soviético tuvo que actuar bajo esta constante amenaza, por lo tanto la estrategia elegida de deshacerse de las “cargas” exteriores como el Bloque del Este o Alemania Democrática estaba destinada a ganar tiempo y recursos para solucionar cada vez más agudos problemas internos.
 Pero en Estados Unidos estos problemas se veían menos graves, por eso la buena disposición de Moscú para ir tan lejos en las negociaciones suscitaba sospechas, a ver si encubre un pérfido plan.
   
Adepto del mentado balance, George Bush y algunos de sus partidarios, como Secretario de Estado James Baker y Consejero de Seguridad Nacional Brent Scowcroft, persistieron en su desconfianza respecto al colapso de la URSS aun cuando se hizo evidente. El famoso discurso de Bush del 1 de agosto de 1991 en Kíev, capital de Ucrania, en el que el presidente estadounidense advirtió a los ucranianos contra el “nacionalismo suicida” y habló de los peligros de la independencia, se considera un ejemplo de miopía política. (Por cierto, hoy resulta asombroso que Bush en este discurso acertara: en el espacio postsoviético, la independencia no trajo la verdadera libertad casi a nadie). Tras el intento de golpe de Estado en agosto de 1991 ya era imposible fingir que no ocurría nada. No obstante, la conciencia del final de la URSS tardó en llegar ya que significaba un cambio geopolítico demasiado radical.

    Un destacado diplomático ruso que trabajaba en aquella época en EEUU contó que, según su opinión,  en Washington sólo para otoño de 1992 creyeron definitivamente en la desaparición de la URSS. Durante varios meses los estadounidenses pensaban que la Comunidad de Estados Independientes, que reemplazó la Unión Soviética, es una entidad transitoria que todavía podrá ser su reencarnación…
Desde luego, entre los dirigentes de Estados Unidos había quienes, todavía existiendo la URSS, empezaron a calcular cómo sería la vida sin ella e, incluso, sin la Federación de Rusia.

 Estas personas se agrupaban alrededor del secretario de Defensa Dick Cheney que más tarde sería vice presidente y líder informal de los neoconservadores. Sin embargo, eran los alegados de Bush los que diseñaban la línea política oficial, y ellos estaban muy preocupados por el destino del arsenal nuclear soviético y la posible desestabilización de Eurasia en el caso de la desintegración de la Unión.
Cheney y sus partidarios obtuvieron la posibilidad de hacer lo que creían necesario tan sólo decenios más tarde. La ausencia de los cataclismos globales tras la desaparición de la URSS, que tanto temía Bush, los neoconservadores comprendieron a su manera: no hay que tener miedo, hay que actuar con más valientía y resolución.

Cuando se produjo la desintegración de la URSS, nadie de sus recientes rivales iba a llorarla. En seguida empezó la asimilación de su herencia geopolítica – un proceso muy natural de punto de vista de la mencionada escuela realista. El gobierno postsoviético durante varios años siguió, quizás forzosamente, una estrategia muy viciosa – amenazar al Occidente con su propia debilidad: si no nos apoyan Ustedes, vendrán los reaccionarios y revanchistas. A veces esta estrategia resultaba útil pero en general contradecía a los principios clásicos de la diplomacia (¿para qué tener en cuenta a un gobierno débil?) y llevaba al país al callejón sin salida.

En este sentido, la diplomacia de Vladímir Putin, aunque específica, es mucho más sana.

Pasados 20 años, está claro qué era lo que temían los realistas de Washington. El disbalance mundial que siguió a la fulminante auntudestrucción de la Unión Soviética hizo de Estados Unidos una fuerza hegemónica, un papel que, aun siendo fuerte, el país es incapaz de afrontar. EE.UU. tiene que enfrentarse a múltiples dificultades debido al fin que tuvo la guerra fría. Mientras al mundo de hoy no le importa quiénes fueron los ganadores.

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* Fiodor Lukiánov, es director de la revista “Rusia en la política global”, una prestigiosa publicación rusa que difunde opiniones de expertos sobre la política exterior de Rusia y el desarrollo global. Es autor de comentarios sobre temas internacionales de actualidad y colabora con varios medios noticiosos de Estados Unidos, Europa y China. Es miembro del Consejo de Política Exterior y Defensa y del Consejo Presidencial de Derechos Humanos y Sociedad Civil de Rusia. Lukiánov se graduó en la Universidad Estatal de Moscú.


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