Desde el 1 de diciembre de 2009, cuando la Unión Europea (UE) declaró la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, documento que debía simbolizar el inicio de una nueva etapa de integración, pasó menos de dos años. Sin embargo, los propósitos proclamados en ese documento hoy parecen una utopía.
Uno de los objetivos principales fue la creación de una identidad política común en Europa. Se esperaba que el Viejo Mundo adquiriría, por fin, el papel global que correspondía a su pujante potencial económico, lo que a su vez, permitiría, el auge económico. Actualmente, estas ideas no vale la pena mencionarlas. La Unión Europea está atravesando una crisis aguda que afecta los principios fundamentales de la existencia de la Europa común.
Todo empezó con la deuda estatal de Grecia, pero esto es sólo una de las manifestaciones de la desgracia principal: el desequilibrio entre el nivel de la integración política y económica.
La disparidad entre Francia y Alemania, que siempre han sido los promotores de la integración europea y ahora se encuentran en oposición debido al problema libio, y esto ha contribuido a la degradación global. Los líderes políticos de Europa Occidental no pueden pasar por alto el creciente escepticismo de sus sociedades que ya no entiende para qué se les impone dicha integración.
Como consecuencia, la perspectiva del colapso del euro y de la desintegración de la UE, algo que parecía imposible y considerada sólo por los marginales, ahora es un tema válido. Sin embargo, estos temores pueden ser exagerados, al menos porque los gastos que implicarían esos cambios excederían demasiado a las posibles ganancias que piensan recibir algunos de los estados.
Parece que para las potencias que determinan la política europea, sería más racional seguir llevando la carga, porque otras variantes tendrán un costo más alto. Pero tampoco está claro cómo podrán hacerlo, sobre todo, si los políticos deciden tener en cuenta los ánimos que imperan entre su población.
Está claro que es imposible evitar transformaciones fundamentales que afectarán muchos de los principios básicos de la eurointegración. Poco a poco lo va entendiendo todo el mundo, aunque todavía nadie se decide a tocar el tema a nivel oficial.
El colapso de Grecia, que cada vez se hace más probable, acabará con el silencio hipócrita que guardan los políticos fingiendo que todo se arreglará, para abrir paso a la discusión sobre cómo arreglar el problema de verdad, bien sea de forma seria o escandalosa.
Uno de los componentes importantes de la caótica conciencia política europea es el hecho de que la integración en su sentido inicial se logró con éxito: ya ningún futurólogo europeo puede imaginarse una guerra franco-alemana. Y esto es el resultado de la integración lanzada por los grandes políticos de los mediados del siglo XX para evitar la posibilidad de que repitieran las guerras entre Francia y Alemania que habían convertido el Mundo Viejo en un escenario de conflictos fratricidas.
Pero paradójicamente, este logro positivo tiene un efecto negativo en la construcción gracias a la cual fue alcanzado. El miedo por la devastación y destrucción que guió a los líderes del pasado desapareció hace tiempo. Los jóvenes europeos no temen a la guerra, ni la convencional, provocada por la competencia entre las potencias continentales, ni la nuclear, cuya perspectiva preocupó a todo el mundo en los años de la oposición ideológica.
Simplemente no creen que les pueda amenazar una guerra. Más aún, después de la retirada de la generación de políticos experimentados (Helmut Kohl, Jacques Chirac, George H. W. Bush, Giulio Andreotti y otros) que conocían por experiencia propia qué es una guerra mundial, el umbral de la aplicación de fuerza ha bajado: desde los fines de los 1999, los países líderes occidentales ya han participado en cuatro grandes operaciones militares.
Hoy parece que Francia e Inglaterra volvieron adonde se encontraban hace medio siglo: la campaña en Libia parece la revancha a la Crisis de Suez.
Entonces, el fracaso de la intervención militar franco-británica en África del Norte significó el ocaso de la potencia individual de los actores y la necesidad de unirse a nivel europeo (la Comunidad Europea apareció al cabo de unos meses).
Entre tanto, el éxito de hoy (como lo ven los propios participantes) se interpreta como el abandono de las herramientas de la Europa común para intentar volver al protagonismo de potencia independiente, aunque sea a nivel regional. Es una psicología diferente, y, por lo consiguiente, una política diferente.
Cabe prestar atención a la situación paradójica que vive ahora Alemania. Después de la Segunda Guerra Mundial, la prioridad política de las potencias ganadoras en Europa consistía en hacer Alemania abandonar y olvidar sus ambiciones y beligerancia. Gracias a los esfuerzos unidos, esta tarea fue cumplida: es difícil encontrar ahora una sociedad más pacífica que la alemana. Pero en vez de cuidar este logro, ahora los socios de Berlín lamentan no poder imponerle una carga mayor en el campo militar: desde Afganistán hasta Libia.
Esta degradación se debe a que las ideas de la integración de la segunda mitad del siglo XX se agotaron. La UE siempre ha sido un proyecto político, y las consideraciones económicas no son suficientes para mantenerla a flote. No se vislumbra ninguna idea nueva de escala importante, ni un enemigo que pueda consolidar la comunidad europea. A excepción de uno, que por su naturaleza conceptual puede desmoronar toda la construcción europea para siempre.
Ese “enemigo” interno, son las comunidades musulmanes en torno a las cuales giran los debates activos sobre el multiculturalismo. Las sociedades europeas, preocupadas por una avalancha de cambios, se centran en las manifestaciones de globalización más evidentes.
La xenofobia es una parte de la tradición europea de los estados nacionales. Y es que hoy a la xenofobia nacionalista y reaccionaria se añade la histeria liberal. Mientras que las primeras dos parten de las ideas clásicas sobre la sangre y la tierra, la última, de la primacía de los valores contemporáneos que rechazan los inmigrantes de ánimos ultra conservativos.
La nueva solidaridad europea provocada por el deseo de proteger los valores del Viejo Mundo de los inmigrantes parece una fantasía. Se enfrentaría a las ideas del desarrollo intelectual y político de muchos decenios, amenazaría con convulsiones sociales más serias y, sin duda alguna, tendrá un carácter más destructivo. Aunque también es verdad que en los últimos años se hicieron reales muchas de las cosas que antes parecían quimeras.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE OBLIGATORIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI
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* Fiodor Lukiánov, es director de la revista “Rusia en la política global”, una prestigiosa publicación rusa que difunde opiniones de expertos sobre la política exterior de Rusia y el desarrollo global. Es autor de comentarios sobre temas internacionales de actualidad y colabora con varios medios noticiosos de Estados Unidos, Europa y China. Es miembro del Consejo de Política Exterior y Defensa y del Consejo Presidencial de Derechos Humanos y Sociedad Civil de Rusia. Lukiánov se graduó en la Universidad Estatal de Moscú.