¿Tiene el modelo europeo alguna alternativa?

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Las elecciones presidenciales en Serbia concluyeron con un resultado inesperado: en contra de lo previsto ganó Tomislav Nikolic.

Las elecciones presidenciales en Serbia concluyeron con un resultado inesperado: en contra de lo previsto ganó Tomislav Nikolic.

Hace poco se le consideraba un nacionalista radical y un político de orientación antioccidental intransigente. Pero recientemente cambió de imagen: ya no rehúsa la adhesión a la Unión Europea (UE), no se declara dispuesto a reconquistar Kosovo y se muestra más respetuoso. No cabe esperar cambios bruscos en la política del país, aunque también es verdad que la vehemente aspiración a igualarse con los Estados europeos del ex líder serbio, Boris Tadic, ha pasado a mejor vida.

En otro país de la Europa Sudoriental, Grecia, las recientes elecciones trajeron una dura derrota de los partidos que se declararon dispuestos a cumplir con los requisitos de la UE. El éxito lo cosecharon los radicales de la izquierda. Es muy posible que en las nuevas elecciones, fijadas para el próximo junio, este partido gane aún más votos. Es curioso que los izquierdistas griegos, negándose a cumplir con las condiciones estrictas de la UE y del Fondo Monetario Internacional (FMI) en conformidad con las cuales Atenas obtiene sus préstamos, no piensen en salir ni de la UE, ni de la zona del euro. Nadie sabe cómo compaginarlo, pero los electores no se preocupan por ahora por estas materias. Cada vez parece más posible que Grecia tenga que abandonar, como mínimo, la eurozona.

La crisis europea está acercándose a su apogeo, se trata no de problemas económicos, sino de que el modelo de integración está agotado y hace falta un enfoque nuevo. Pero, ¿existen en la Europa contemporánea alternativas conceptuales al rumbo actual?

En lo que a la economía se refiere, la situación parece extremadamente desoladora. El acostumbrado sistema de referencia de la política europea, basado sobre la oposición entre la izquierda y la derecha, está desapareciendo. Las fuerzas políticas se dividen, de hecho, en dos corrientes. La primera une a los políticos que, con independencia a su pertenencia a tal o cual partido (sea conservador, cristiano demócrata, liberal, o socio liberal) son orientados al curso moderado para la curación financiera, trabajando para reducir las deudas y mejorar los índices macroeconómicos a cualquier precio. La otra corriente creciente es la que reúne a los profundamente decepcionados de lo que está ocurriendo, que apuestan por las fuerzas de la izquierda declarada o por los de la derecha extrema. Las dos corrientes, siendo una antítesis ideológica de la otra, coinciden en un nuevo punto retórico: la defensa social de un ciudadano de los desastres de la globalización.

Tras las elecciones en Francia y Grecia, la mayoría de los comentaristas llegaron a la conclusión de que los partidarios de la curación han perdido: los ciudadanos de dos países vitalmente importantes para seguir este curso, lo descartaron (François Hollande hace hincapié en la necesidad de estimular el crecimiento en vez de recurrir a los infinitos recortes). Sin embargo, hasta ahora no existe alternativa de verdad. La diferencia entre las dos corrientes consiste en su capacidad de gobernar un Estado: los partidarios de la curación tienen una idea clara de lo que cabe hacer y de cómo hacerlo, aunque les cuesta cada vez más ganar apoyo social. Sus opositores, al revés, reflejan los ánimos sociales, pero carecen de estrategia propia, limitándose a una seria de lemas. No están listos para asumir responsabilidad, y aunque la llegada de Hollande puede corregir algo la inmutable visión alemana de la sostenibilidad presupuestaria, esta corrección estará limitada por dichas circunstancias.

Desde el punto de vista de la ideología, la situación resulta aún más enredada. Uno de los países miembros de la Unión Europea ya está alejándose de los valores europeos, optando por un modelo más conservador y nacionalista. Me refiero a Hungría, donde el gobierno de Víctor Orban no logra superar sus problemas económico-financieros internos, por lo cual se ve obligado a ceder algo a los prestamistas europeos, pero sigue defendiendo vehementemente su derecho a ejercer una política interior diferente de la de Europa común. Aunque Budapest tiene que afrontar una presión severa de Bruselas y otros socios, es evidente que si la situación en la UE no cambia hacia mejor, esta tendencia de escoger un curso independiente se reforzará entre diferentes gobiernos.

No existe alternativa geopolítica. Antes los políticos nacionalistas en Belgrado, incluido el propio Nikolic, llamaron a la alianza con Rusia para hacer frente a la OTAN. Hoy apenas se oyen ideas de este tipo y Moscú no piensa desafiar a la Alianza por unas quimeras geopolíticas en los Balcanes. Además, la sociedad serbia está tan cansada por las guerras de los 90 que lo único que quiere ahora es un desarrollo tranquilo, el que tradicionalmente se asoció a la Unión Europea (así como a la OTAN, aunque la experiencia de Serbia en este caso es muy particular). Pero la cuestión es si tiene algún fundamento hoy esta asociación: si la UE de hoy y de mañana es capaz de garantizar este desarrollo tranquilo.

Parece que Europa no evitará descomponerse dos: el núcleo y la periferia. Mientras que el destino del centro (la Europa Occidental en torno a Alemania) está más o menos claro, el de la periferia, sobre todo de la que sufra problemas políticos y económicos (como la Europa Sudoriental, los Balcanes, Grecia) es muy vago. En el peor de los casos, el núcleo puede quitarse la responsabilidad hacia los Estados problemáticos, distanciándose de ellos. No existe otra potencia o fuerza que desee ampararles, a no ser que Turquía se interese por los Balcanes, pero ahora tiene bastantes dificultades con Oriente Próximo y Medio. Rusia, pese a su retórica de gran potencia, mide bien sus ambiciones y capacidades. La tentación de jugar con la gran política balcánica, o más aún, con una política ortodoxa (involucrando en ella a Grecia y Serbia, por ejemplo) radica en una tradición histórica, por lo cual puede, en teoría, causar repeticiones indeseables. La Rusia de hoy ya no tiene nada que ver con aquellas ambiciones.

Claro que sería demasiado prematuro augurar una catástrofe para Europa. Pero, analizando el último decenio, tenemos que reconocer que en la mayoría de los casos las previsiones más pesimistas, que se consideraron marginales, llegaron a ser realidad. En todo caso no es ningún axioma la idea de que el diseño político de la Europa de hoy, plasmado en la UE, solo puede seguir perfeccionándose. La falta de alternativas, considerada antes como una ventaja, se convertirá en una deficiencia muy grave en el caso de que el único modelo existente resulte ineficiente.

*Fiodor Lukiánov, es director de la revista “Rusia en la política global”, una prestigiosa publicación rusa que difunde opiniones de expertos sobre la política exterior de Rusia y el desarrollo global. Es autor de comentarios sobre temas internacionales de actualidad y colabora con varios medios noticiosos de Estados Unidos, Europa y China. Es miembro del Consejo de Política Exterior y Defensa y del Consejo Presidencial de Derechos Humanos y Sociedad Civil de Rusia. Lukiánov se graduó en la Universidad Estatal de Moscú.

LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI

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