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Los refugiados sirios: “Lo hemos perdido todo”

© RIA Novosti . Valeriy Melnikov / Acceder al contenido multimediaRefugiados sirios en el valle de Bekaa en el Líbano
Refugiados sirios en el valle de Bekaa en el Líbano - Sputnik Mundo
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Miles de civiles sirios se han convertido en víctimas de la situación que se está viviendo en su país. Su opción fue abandonar la tierra de sus antepasados y escapar allí donde no se dispara ni se mata, al vecino Líbano.

Miles de civiles sirios se han convertido en víctimas de la situación que se está viviendo en su país. Su opción fue abandonar la tierra de sus antepasados y escapar allí donde no se dispara ni se mata, al vecino Líbano.

Parte de los refugiados ha apoyado a los rebeldes sirios y lo sigue haciendo, otra parte está en contra del régimen de Bashar Asad por la única y simple razón de haber caído sus familiares víctimas del Ejército.

El enviado especial de RIA Novosti ha visitado los fronterizos pueblos libaneses y ha visto con sus propios ojos la vida que ha de llevar la gente que ha abandonado su país desgarrado por el conflicto interno.

Buscando a los refugiados

Los refugiados tienen todos una historia muy parecida: la mayoría participó en las manifestaciones pacíficas en el marco de la 'primavera árabe' que empezaron en Siria hace algo más de un año. Luego ellos y sus familiares sufrieron las represalias, algunos decidieron recurrir a las armas, otros siguieron siendo “revolucionarios en el fondo del alma”.

Las condiciones de vida de los sirios refugiados en el Líbano no tienen nada que ver con los estándares europeos: no son muy bienvenidos por las autoridades locales, tampoco existen campamentos organizados. De modo que no es fácil para un periodista localizar a esta gente.

Estamos avanzando con un Mercedes destartalado, con los faros rotos y el interior destrozado. Para poder cerrar la puerta, hace falta tirar de un cable. Acabamos de salir del pueblo de Shtura, que se encuentra a tan sólo diez kilómetros de la frontera con Siria.

“Intentamos ayudar a los sirios con cuanto está a nuestro alcance. No podemos alojar a todos en casas”, cuenta nuestro acompañante, Osama Kadyr, habitante de Shtura. Ayuda al mulá del vecino pueblo de Bar Elias que recibe a los refugiados y les facilita la documentación. Osama es periodista y en su tiempo libre se reúne con las familias sirias, les ofrece su ayuda y les deja su número de teléfono para que le puedan contactar en caso de necesidad.

Dado que las autoridades libanesas no se ocupan de los problemas de los refugiados ni les prestan asistencia alguna, toda la carga hubieron de asumirla la comunidad local y los sacerdotes. Según cálculos preliminares, en el territorio de Líbano permanecen ya cerca de 35.000 refugiados.

“¿Son periodistas rusos?”, pregunta Osama inquisitivo. Al oír la respuesta, no se sorprende, pero nos avisa que la mayoría de los refugiados están en contra de los rusos, porque opinan que Moscú está apoyando al presidente Asad y a su Ejército.

Nos acercamos a la mezquita. En la planta de zócalo el mulá está recibiendo a los refugiados: en una gran habitación en torno su mesa está esperando gente que quiere registrarse oficialmente y poder recibir ayuda humanitaria. Acaban de acudir al Líbano generalmente de manera ilegal tras haber cruzado las montañas, sin haber pasado por los puestos de control fronterizo, porque las autoridades sirias no permiten a los partidarios de la oposición abandonar el país.

Al enterarse de que somos de Rusia, los refugiados empiezan a maldecir y se niegan a hablar. El sabio mulá intenta calmarles y persuadir de que no mezclen asuntos de política con los valores éticos.

“Me parece bien que los rusos se quieran enterar de cómo es la situación real en Siria", señala el mulá. "Nosotros estamos prestando ayuda y también la recibimos de algunos países, de Arabia Saudí, Catar, por ejemplo; de Rusia, no”. La pregunta de por qué el Gobierno del Líbano no está dispuesto a ayudar a los refugiados le hace sentirse confundido.

Vamos a visitar las familias sirias que ya se instalaron en Bar Elias.

Lo que importa, es que estamos vivos

Estamos ante unas casetas protegidas por plástico a modo de paredes. De repente una de estas cortinas se descorre y aparece una pequeña carita, luego otra y siete niños salen en la calle. Están descalzos, visten ropa sucia y harapienta, sus manos y pies están cubiertos de polvo y encogidos por el frío. Aunque Líbano es un país mediterráneo, estamos en invierno.

Tras los niños aparece una mujer joven que es su madre. Anaan tiene 33 años, procede de Idlib, uno de los pueblos del noroeste de Siria. En 2011 allí estallaron disturbios y manifestaciones antigubernamentales.

“Hemos llegado hace poco. En Siria mi marido vendía verduras y hortalizas. Después de una operación de corazón ya no puede trabajar. Sobrevivimos gracias a la ayuda de los lugareños. Las condiciones de vida son horrorosas, pero estamos vivos”. La familia tiene siete hijos entre tres y diez años de edad.

“Recogemos ropa, les damos comida, algo de dinero, los habitantes de Bar Elias también colaboran”, cuenta Osama.

Según Anaan, abandonaron la ciudad después de que allí entraran los tanques y empezaran a oírse los disparos.

“Mis hijos resultaron heridos. Tuvimos que abandonar la ciudad, tardamos ocho horas en alcanzar la frontera. Nos dirigimos directamente a Líbano”, cuenta la mujer con lágrimas en los ojos.

“Ahora los niños no van al colegio, a veces no tenemos electricidad, no hay agua. Y no hemos hecho nada malo ni hemos combatido por ninguno de los bandos. No es justo, no tenemos comida, ni siquiera pan. Y de la ropa, ni hablar”, se lamenta.

Anaan está segura de haber tenido suerte, su familia por lo menos no tiene que pagar por la vivienda, como les ocurre a algunos de sus vecinos.

A pesar de su situación lamentable, respeta las tradiciones orientales y nos invita a pasar dentro. Renunciamos con cortesía.

Revolucionarios en el fondo del alma

Se está haciendo de noche, oímos la voz del muecín que avisa a los fieles de la oración vespertina. Sin embargo, no vamos a la mezquita, sino seguimos a Osama que llama a la puerta de una vivienda de al lado. Nos abre un hombre joven, es Amdzhad Hamed, de 31 años, padre de tres hijos. Procede del pueblo de Al Zabadani al sudoeste de Siria, su familia y él llevan tres semanas en el Líbano.

Las condiciones de vida son mejores: cuentan con dos habitaciones amplias, una de ellas tiene incluso una estufa. Pagan alquiler por este piso. Antes de la guerra Amdzhad Hamed ganaba bien y está agotando sus ahorros para sobrevivir. Osama quiere enterarse de si la familia necesita algo. Nos sentamos en torno a la estufa y nos invitan con un café al estilo sirio, en tacitas equivalentes a cinco dedales como máximo se echa un líquido recién preparado, negro y espeso como la resina. Declinar la invitación sería ofender a los dueños, pero supone esfuerzo tragarse la bebida.

“Al Zabadani se encontraba bajo ataque, los francotiradores instalados en los tejados no paraban de disparar, disparaban contra quienes estaban cruzando la calle. El Ejército tenía bajo su control todas las calles, incluso la panadería adonde la gente iba a por el pan”, cuenta Amdzhad. Nos enseña las huellas de sus heridas y revela haber sido disparado por haber participado en el mitin contra la corrupción en el Gobierno.

“Me dispararon en el mitin, la bala me atravesó el cuerpo. Había salido a la calle para protestar contra la corrupción en el Gobierno, pero ellos (el presidente y el Gobierno) quieren que el país se sumerja en la corrupción aún más”, explica.

Los amigos trajeron al hombre herido a su casa, teniendo miedo de que a un participante en el mitin no lo atendieran en el hospital. “Y en mi casa, sin radiografía ni antisépticos me operaron del abdomen, tres médicos y dos enfermeras tomaron parte en aquella intervención, sin disponer siquiera del instrumental necesario”, prosigue.

Su padre, un señor anciano, parece ansioso de añadir algo, pero sólo se pone a llorar y sale de la habitación.

“Tuve que escapar a través de las montañas, no podía abandonar el país de manera legal, porque he tomado parte en las manifestaciones. El camino me llevó trece horas, había que evitar los puestos de control. Mis padres se encargaron de sacar del país a mis hijos. Nuestro pueblo se encuentra a unos treinta minutos del Líbano”.

A nuestra pregunta de si estaría dispuesto a seguir luchando con armas en las manos, contesta que es “revolucionario en el fondo del alma”. “No apoyo al régimen ni a las autoridades y condeno lo que están haciendo, pero tengo una familia y estoy en contra de la violencia”, señala.

Las tropas sirias leales al Gobierno están emprendiendo ataques aéreos contra instalaciones controladas por las fuerzas de la oposición armada, respaldada, según se considera, desde fuera. Estos ataques no dejan de causar víctimas entre la población civil.

Tras enterarse de que somos de Rusia, Amdzhad no se irrita, como otros refugiados, sino que decide contarnos cosas sobre la situación real en el país.

“Al Asad abrió fuego incluso contra quienes lo querían y lo apoyaban, por eso la gente le dio la espalda. Sus soldados, por llevar armas, se creen los dueños del mundo. El presidente es alauita y su Ejército asesinó a ochenta alauitas. Todo el país, todas las provincias están en contra de ese régimen”, relata.

Desde el inicio del conflicto sirio numerosos pueblos y ciudades del país fueron sometidos a ataques, entre ellas Hama, baluarte de la oposición, así como Homs, Dera e Idlib.

“En un principio nos pronunciábamos en contra de la corrupción, pero después de que el Ejército abriera fuego contra nosotros nos rebelamos contra el régimen”, subraya Amdzhad.

Actualmente, los grupos de rebeldes están concentrados en Aleppo, la segunda ciudad más grande de Siria y en las afueras de Damasco, Al Zabadani incluido.

“Se dispara contra las casas y los civiles. Por ejemplo, si por la noche hay luz en una casa, la atacan con proyectiles”, nos relata nuestro interlocutor. Mi casa fue destruida,- prosigue, -vivíamos en el tercer piso y cinco proyectiles dieron en el edificio. Nos marchamos, sin llevarnos apenas nada. Si en un puesto de control uno se niega a obedecer a los guardias fronterizos, por ejemplo, no rinde honores a Bashar Asad, acabará siendo golpeado”, concluye su triste relato.

Mujeres dipuestas a combatir

Al día siguiente, nos dirigimos a las zonas montañosas del país. El pueblo de Arsal cuenta con 4.000 habitantes y se encuentra a entre dos y tres horas de viaje al noreste de Beirut. Nos recibe el alcalde de la ciudad, Alí Mohammad al-Hodzheir. Nos cuenta que el número de refugiados sirios ha alcanzado ya la cifra de 10.000 personas, todos habían acudido al Líbano cruzando las montañas.

“Intentamos ayudarles en la medida de lo posible, con comida, con ropa. Alojamos a muchos en nuestras casas, aquí no existen campamentos de refugiados. Algunos facilitan materiales de construcción y la gente se construye casas”, cuenta.

Nos dirigimos a una casa de una planta situada al lado de la del alcalde. La puerta está abierta, pero no nos atrevemos a entrar sin llamar. Llamamos y aparece una joven.

Siguiendo las costumbres locales, nos descalzamos en la entrada. El suelo de la habitación está cubierto con colchones y alfombras, alrededor de una pequeña estufa están sentadas cuatro mujeres y dos chicas jóvenes. Todas han perdido a sus familiares y han escapado al Líbano.

El marido de Nasira Zuhuri de 47 años de edad, de las afueras de Homs, fue asesinado en uno de los enfrentamientos de las autoridades y los rebeldes. “Nuestras casas fueron destruidas, nuestros familiares murieron, no hay diésel ni gas. Nos arrojaron bombas y nos vimos obligados a huir. Estamos en contra del régimen y, si alguien nos diera armas, estaríamos dispuestos a combatir contra el Ejército de Asad”, exclama la mujer, abriendo los ojos y agitando la mano, amenazadora. Afortunadamente, ni ella ni sus conocidos han tenido que combatir. En su primera época en Arsel tuvo que vivir en una casa sin techo.

El dolor por la Patria

En un descampado al pie de una colina se ve un pequeño edificio. Desde el patio se oyen las voces de los niños. Son de edades muy distintas, algunos llevan gorros, otros no. La ropa les queda grande, muchos van descalzos. Se divierten saltando sobre dos cámaras de ruedas de camión. Nos acercamos a la mujer que por curiosidad ha salido a la calle. Aquí viven quince familias, en cada hay varios niños. “Huíamos a través de las montañas, a mi marido le dispararon, se está recuperando de la operación. En Siria no nos queda nada”. No quiere identificarse, temerosa de causar problemas a sus familiares en Siria.

Entramos en la vivienda: en una pequeña habitación en el suelo está tendido un hombre cubierto por varias mantas finas con el típico pañuelo rojo atado a la cabeza. “Le hirieron en la mano, cuenta su mujer, tenemos problemas con las medicinas. Son muy caras y nos supone demasiado esfuerzo comprarlas. Ahora estamos aquí, pero nadie sabe qué será de nosotros en el futuro”, dice.

El descampado, nos cuenta, fue cedido a los refugiados por uno de los lugareños, otros habitantes de Arsel trajeron materiales de construcción y ayudaron a construir las casas. No en todas hay electricidad ni estufas, la comida y el agua los hombres los traen del pueblo.

Se está haciendo de noche y en motos empiezan a venir los hombres que han pasado todo el día trabajando, para sacar adelante a sus familias. El mayor de ellos es un hombre anciano, con el bigote y la barba canosos. Al enterarse de que somos periodistas rusos, nos mira con desconfianza. Sin embargo, después de una breve conversación se da cuenta que venimos con buenas intenciones y nos invita a entrar en su casa.

Se llama Abuyad, procede de Homs y es padre de cuatro hijos. Nos enseña las fotografías que se había llevado de Siria. “Es el único recuerdo que nos queda de nuestra casa, de nuestros familiares y parientes. La casa ya no está, todo fue destruido”, relata.

Algunas fotos apenas tienen más de dos años, en ellas Abuyad es un hombre de pelo oscuro, fuerte y sonriente. Parece decenas de años más joven que el anciano que está sentado enfrente. En sus ojos vemos una profunda tristeza, por su propia vida, por la de su familia, por los familiares muertos. Y también por su país.

 

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