Las mujeres toman la palabra: Comer, rezar, amar y otra vez comer

© Foto : Mikhail Kharlamov/Marie Claire RussiaSvetlana Kolchik
Svetlana Kolchik - Sputnik Mundo
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Durante uno de mis recientes viajes a Italia, tenía que tomar un bus desde la pintoresca ciudad de Siena en Toscana hacia Roma y de ahí el avión a Moscú.

Durante uno de mis recientes viajes a Italia, tenía que tomar un bus desde la pintoresca ciudad de Siena en Toscana hacia Roma y de ahí el avión a Moscú.

De acuerdo al horario el autobús partía a las 14.00, pero a las 14.20 todavía no estaba. Llegó alrededor de las 14.30, los pasajeros italianos no dijeron ni una palabra y procedieron para subir. Sólo unos turistas apenas hablando el idioma trataron de preguntar al conductor por qué se demoró tanto. Se encogió de hombros con toda tranquilidad, con una sonrisa de un gato que acababa de comerse un enorme y rico pescado.

“Pranzo troppo lungo”, me dijo en voz baja uno de los viajeros italianos. El almuerzo fue muy largo. No es gran cosa, ¿verdad?

Pranzo. Almuerzo. Hay tan sólo unas cuantas palabras que son más vitales para un alma italiana o mediterránea, sea conductor de autobús o primer ministro. Nunca se lo puede perder. Disfrutarlo a lo máximo. Priorizarlo sobre el trabajo y otras cosas, no importa cuáles.

En cierta medida esta situación es familiar para mí. La familia de mi madre procede de Georgia, donde la comida representa un rito también. Nunca olvidaré las empanadas de queso, los pimientos rellenos de carne, arroz, legumbres y hierbas y otros platos georgianos sofisticados que preparaba mi abuela cuando yo era pequeña. En aquel entonces no teníamos herramientas para cocinar, así que lo batía, picaba, rallaba y mezcalaba todo a mano. Era un encanto oler el aroma de especias, probar masa y observar cómo creaba cosas deliciosas sin el menor esfuerzo.

En los 1990 los alimentos se hicieron escasos y unos años después, con la economía de mercado, el estilo de la vida se aceleró.

Mi abuela murió y con ella la tradición hedonista de cocinar lento. En la mayoría de las familias rusas predominaba una actitud más simple, barata y rápida hacia la comida, similar a la cultura anglosajona. Así que cuando por primera vez descubrí el estilo de vida mediterráneo, no pude entenderlo. Pasar tres horas a la mesa era una pérdida de tiempo para mí.

Me parecía superficial y trivial, y un poco ridículo dedicar la mitad del almuerzo a la discusión de las diferencias entre el queso Pecorino de la villa Pienza, en Toscana, y el proveniente de la localidad vecina de San Casciano. La mayor parte de los hombres italianos podrían hablar de las propiedades de chianina fresca, de la que se prepara la tradicional bistecca (filete) florentina, con mayor pasión que sobre mujeres, fútbol u otros temas masculinos. “Es una obsesión”, pensaba yo.

“Comer es uno de los princiales placeres de la vida, justo como hacer amor o observar obras de arte”, un día me lo dijo un italiano. Poco después me di cuenta de que en el Mediterráneo la comida no es sólo un placer. Es un camino que conecta el pasado con el presente y el futuro. Es un refugio de las calamidades de la vida. Es el mejor pegamento social. Es una forma de arte. Es una celebración de la naturaleza en su manifestación más auténtica.  Es vivir aquí y ahora, qué espere el mundo con todos sus problemas mientras disfrutas de una pizza Margherita del horno o un besugo a la parrilla pescado anoche, regándolo con un Chardonnay enfriado de la bodega cercana.

Es una expresión de autorrespeto, un amor sano hacia sí mismo. Los mediterráneos viven para comer, es por eso miran qué, dónde y con quién comen. Cuando vivía en Estados Unidos y pasaba prácticas en un servicio de noticias con sede en Washington D.C., me quedé estupefacta al ver que la mayoría de mis colegas comían su almuerzo en el ascensor regresando de la cafetería de la oficina, o en mejor caso, en su lugar de trabajo frente a la computadora. La presión de ver la comida como combustible fue tan fuerte en la cultura corporativa que pronto me acostumbré, aunque de mala gana. Contribuyó a la productividad de mi trabajo pero no a mi salud ni tampoco a mi espíritu.

Es bien sabido que los mediterráneos no sólo tienen una vida más larga sino que son más felices. Científicos revelaron que los nutrientes que se contienen en su dieta, en particular los ácidos grasos del aceite de oliva, protegen contra la depresión. Un reciente estudio español reveló que el consumo regular de verduras, frutas, grano integral, pescado y otros componentes mediterráneos disminuye el riesgo de depresión en al menos 30%.

Este artículo lo escribo desde un balneario griego en el mar Egeo, donde cubro un importante festival de comida que se celebra aquí cada año. (Así es, los griegos siguen celebrando la comida, no importa lo grave que es la crisis económica.) El tema de este año es cocina simple, de pruductos locales y de temporada. “No se puede tirar nada de lo que te da la naturaleza”, me dijo uno de los cocineros jefes. Este genio de la cocina, autodidacta, con estrella Michelin, es uno de los más famosos chefs de Grecia. Es conocido por su ingeniosidad, y si prepara pescado que es su especialidad, lo utiliza todo a excepción de dientes y fosas nasales. “Los próximos años Grecia los va a pasar duro, pero venceremos”, dijo. “Tenemos nuestra comida.”

Miré a este cocinero de 60 años, de enorme pasión e ímpetu, y creí en sus palabras.

*Svetlana Kolchik es directora adjunta de la edición rusa de la revista Marie Claire. Se graduó de la Universidad Estatal de Moscú, facultad de Periodismo, y la Universidad de Columbia, Escuela de Estudios Avanzados de Periodismo, colaboró para el diario Argumenti I Fakti en Moscú y el USA Today en Washington, con RussiaProfile.org, ediciones rusas de Vogue, Forbes y otras.

LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI

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