Música rock, autoritarismo y disidencia cultural

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Marc Saint-Upéry - Sputnik Mundo
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¿Son compatibles la música rock y los regímenes autoritarios? La pregunta puede sonar frívola desde el punto de vista de la ciencia política seria, y la respuesta demasiado obvia para chicos tatuados con corte de cabello mohicano o pantalones de cuero apretados. Sin embargo, ahí hay algo más que un tema estereotipado para una tesis de doctorado en estudios culturales.

¿Son compatibles la música rock y los regímenes autoritarios? La pregunta puede sonar frívola desde el punto de vista de la ciencia política seria, y la respuesta demasiado obvia para chicos tatuados con corte de cabello mohicano o pantalones de cuero apretados. Sin embargo, ahí hay algo más que un tema estereotipado para una tesis de doctorado en estudios culturales.

Sergei Zhuk, profesor asociado de historia en la Universidad de Ball State, en Indiana, acaba de escribir un libro sugerente sobre las aventuras de la cultura popular y de sus influencias occidentales entre los “swinging sixties” jrushchevianos y el “estancamiento” brezhneviano en las provincias de Ucrania. El título lo dice todo: “Rock and Roll in the Rocket City: Occidente, Identidad e Ideología en la Dniepropetrovsk soviética”. Dniepropetrovsk es un caso interesante en la medida en que era una especie de “ciudad prohibida”, sede de la mayor fábrica de misiles de la Unión Soviética y cerrada a los extranjeros desde 1958. Es también el lugar donde peces gordos de la política como Leonid Brezhnev, Leonid Kuchma o Yulia Timoshenko hicieron sus primeras armas.

La historiografía de la vida cotidiana y de la cultura del consumo en el bloque soviético es una tendencia académica reciente que nos ha dado contribuciones muy interesantes sobre las vivencias del comunismo este-europeo, sin subestimar la dureza de las experiencias colectivas e individuales de opresión y control, pero que se alejan de las visiones apocalípticas de un totalitarismo omnipresente y asfixiante. Zhuk utiliza todo el material ahora disponible para los historiadores de la sociedad soviética, desde archivos recientemente abiertos del Partido y de la KGB hasta documentos de historia oral y diarios íntimos.

No explora sólo la relación entre Este y Oeste, sino también la relación entre centros culturales (Moscú y Leningrado) y periferia en el acceso a símbolos codiciados de sofisticación mundana. Asimismo examina la compleja y ambigua dialéctica entre ideología soviética y nacionalismo ucraniano. Este último estaba a la vez percibido por las autoridades como una amenaza de “nacionalismo burgués” y utilizado en una manera folclorística bastante inofensiva como un recurso contra la influencia “perniciosa” de la cultura consumista occidental.
Zhuk muestra que no existía una frontera estrictamente definida entre contra-cultura disidente y formas oficialmente aprobadas de diversión. El Komsomol, los sindicatos y las organizaciones estudiantiles no seguían siempre la línea del Partido en materia de música popular y algunos de sus cuadros participaban activamente en la difusión de material “ideológicamente peligroso”.

Si bien países como Polonia, Checoslovaquia, Hungría y, por supuesto, Alemania Oriental, –un caso muy particular– tenían a menudo un mayor acceso a los productos culturales occidentales que la provincia ucraniana, el patrón general era muy similar. Pasé mucho tiempo en Checoslovaquia en los años 1980 y me acuerdo que dentro de la SSM, el equivalente checo del Komosomol, había jóvenes burócratas muy expertos en explorar las fronteras de lo permisible para demostrar su relativa sofisticación cultural.

Por supuesto, eran profundamente despreciados por los representantes autoproclamados de la “auténtica” contra-cultura local, pero en el terreno de los artes y de la diversión, la relación efectiva entre el Este real y el “Oeste imaginario” implicaba no sólo momentos de antagonismo y represión, sino también fases de intensa circulación y negociación entre varios actores: apparatchiks, contrabandistas, músicos y jóvenes consumidores más o menos rebeldes.

Se puede hacer comparaciones interesantes con la situación actual en el Oriente Medio islámico. En su libro “Heavy Metal Islam”, publicado en el año 2008, el académico y músico norteamericano Mark LeVine investigó la cultura musical juvenil en Marruecos, Egipto, Israel/Palestina, Líbano, Irán y Pakistán. En términos de disenso cultural, conformismo y represión, lo que describe se parece mucho a la situación en el antiguo bloque soviético. Pero en los países islámicos el panorama es un poco más complicado por las intricadas relaciones entre conservadurismo social, obsesión oficial por la seguridad, autoridades religiosas divididas, intereses económicos locales y occidentales y, por supuesto, el Internet.

Escribiendo antes de las revoluciones árabes, LeVine observa que famosos blogueros disidentes egipcios como Alaa Abdel Fatah y Hossam El-Hamalawy tienen raíces en el escenario heavy metal de su país y sostiene que “la música podría ser la verdadera fuerza democratizadora”. Sin embargo, la relación entre culturas juveniles, disenso político y democracia no es tan simple. Puede ser que los jóvenes sean más inquietos, pero esta verdad trivial no nos dice si son capaces de deslegitimar profundamente a las autoridades establecidas o incluso derrocar gobiernos.
El heavy metal, el hip hop y otras corrientes musicales no son intrínsicamente subversivos, como quisieran a menudo creer sus aficionados y sus detractores. En sociedades autoritarias, pero, funcionan como sismógrafos de tendencias más amplias, en la intersección entre consumo capitalista global, patrones locales de autoridad tradicional y control estatal y emergencia de nuevas formas de expresión individual.

Por esto vale la pena mirar de cerca las “metaleras” con pañuelo islámico que bailan sobre canciones de Iron Maiden en conciertos improvisados en Cairo, así como era instructivo enterarse de lo que pasaba en las discotecas apadrinadas por el Komsomol en la Ucrania de los años 1980.

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*Marc Saint-Upéry es periodista y analista político francés residente en Ecuador desde 1998. Escribe sobre filosofía política, relaciones internacionales y asuntos de desarrollo para varios medios de información en Francia y América Latina entre ellos, Le Monde Diplomatique y Nueva Sociedad. Es autor de la obra El Sueño de Bolívar: El Desafío de las izquierdas Sudamericanas.

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