Una caminata en la plaza Tahrir

© Foto : Archivo del autorMarc Saint-Upéry
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No había visitado Egipto en casi diez años. Mi llegada a Cairo a finales de Julio fue sin dudas una de las experiencias más intrigantes e emocionantes de este verano alrededor del Mediterráneo.

No había visitado Egipto en casi diez años. Mi llegada a Cairo a finales de Julio fue sin dudas una de las experiencias más intrigantes e emocionantes de este verano alrededor del Mediterráneo.

Desgraciadamente, casi nada había cambiado en el paisaje urbano de la capital egipcia. El caos, las infraestructuras en ruinas, los signos omnipresentes de una pobreza abyecta eran aún más ofensivos por lo que venía de Turquía, un país en donde casi todo luce impecablemente nuevo y limpio –al menos en Estambul, en Anatolia central y en el litoral meridional.

Indignado por esta herencia visible de la cleptocracia descarada que dilapidó los recursos de Egipto durante décadas, me fui a la plaza Tahrir con mi familia para tomar el pulso de la multitud revolucionaria. Fuimos acogidos por los activistas que mantenían ahí un sit-in desde el 8 de Julio –gente en su mayoría muy joven– con una mezcla de orgullo apacible e infinita gentileza que impresionó profundamente a mi esposa y a mi hija de doce años.
Había estudiantes de clase media expresándose en perfecto inglés, jóvenes trabajadores saludándonos efusivamente y tratando de comunicarse con sonrisas y conmovedores gestos de simpatía. Hasta los más austeros barbudos fundamentalistas encontrados pocos días después demostraron una cortesía escrupulosa, absteniéndose de cualquier muestra de hostilidad.

Unos de estos islamistas radicales me preguntó sobre mi impresión de su país. Le dije que el pueblo egipcio nos había generalmente tratado con una afabilidad excepcional que yo ya había notado en visitas anteriores. El hombre me contestó que “somos buenos porque somos musulmanes.” ¿Significa eso que mi esposa y yo, así como otros no musulmanes, no podíamos por definición ser gente buena?, le dije. “Oh no, no quise decir esto,” soltó un poco avergonzado. Tal vez un buen reflejo del humor ideológico inestable y de las contradicciones del salafismo local.

Sin embargo, Tahrir no refleja totalmente el clima que prevalece en Egipto. Los impulsos transformadores coexisten con un desencanto solapado, producto de la fragmentación y de las disputas entre las principales fuerzas democráticas y de la creciente opacidad del proceso político. El Consejo Supremo de la Fuerzas Armadas (SCAF) prometió elecciones parlamentarias para octubre o noviembre, pero nadie sabe qué grado de poder quieren conservar los militares en el nuevo Egipto y qué nivel de represión están dispuestos a ejercer contra las protestas. Y la fuerza relativa de la varias corrientes políticas en competición es todavía un misterio.

Pocos días después de nuestra visita, los activistas democráticos fueron expulsados de la plaza por el ejército y la policía, mientras el SCAF promovía una campaña de descrédito contra los grupos liberales e izquierdistas más dinámicos. Alrededor de Tahrir, algunos transeúntes y comerciantes locales alabaron la intervención de los uniformados, lo que no me sorprendió mucho. Hablando con taxistas, observadores casuales y otras personas en la calle, podía percibir frecuentemente un sentimiento de cansancio, aunque no necesariamente de hostilidad ideológica, frente al carnaval de Tahrir. Es comprensible que el deseo por el orden prevalezca a menudo sobre cualquier impulso rebelde en la gente que lucha a diario por el pan y enfrenta el tremendo estrés de la vida urbana de Cairo.

Sin embargo, el proceso revolucionario tiene sólo seis meses. Si aceptamos la idea del ensayista Frederic Jameson de que la sensibilidad posmoderna es típica de “una época que se olvidó de pensar históricamente,” tenemos que admitir que el “cansancio revolucionario” de algunos sectores de la población egipcia –así como sentimientos análogos en otros países árabes– quizás también reflejan tal impaciencia posmoderna, estimulada por hábitos consumistas de gratificación instantánea no menos poderosos que en Occidente. La verdad es que el actual proceso de transformación y emancipación en el Oriente Medio árabe será confuso, doloroso y contradictorio y durará probablemente al menos una década.

De vuelta en París, conté mis impresiones egipcias a una amiga argelina que acababa de visitar su país natal y estaba un poco irritada por la complacencia de sus compatriotas. Algunos de ellos, me decía, tomaban como pretexto la frustrante confusión de las evoluciones en Túnez o Egipto para justificar su propia pasividad política.

“Muchos árabes no entienden el verdadero marco temporal de estos ingentes procesos,” añadía. “Basta pensar en la revolución francesa: fueron necesarias varias generaciones de tumulto, con el Terror, las guerras napoleónicas, la restauración monárquica y nuevas insurrecciones para cumplir al menos algunos de los ideales del 1789.” Podemos esperar que las cosas sean más rápidas y menos sanguinarias para nuestros vecinos mediterráneos, pero habrá todavía muchos días de desconcierto y amargura.

Sí, puede haber muchos retrocesos y frustraciones, me explicaba un joven ingeniero en comunicación en Cairo, pero hay algo que ningún militar o religioso autoritario, así como ningún político corrupto reciclado, le pueden quitar a la ciudadanía egipcia: en la plaza Tahrir, la gente ha tomado la medida de su propio poder y de la dignidad que lo acompaña. Muchos nunca lo olvidarán.

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*Marc Saint-Upéry es periodista y analista político francés residente en Ecuador desde 1998. Escribe sobre filosofía política, relaciones internacionales y asuntos de desarrollo para varios medios de información en Francia y América Latina entre ellos, Le Monde Diplomatique y Nueva Sociedad. Es autor de la obra El Sueño de Bolívar: El Desafío de las izquierdas Sudamericanas.

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